El blog de Luisa Tomás

El blog de Luisa Tomás

sábado, 31 de enero de 2015

Ni me canso de escribir

Sí, sí me canso. De hecho, desde que publiqué el libro (a nadie le pregunto que si le ha gustado porque creo que nadie lo ha leído), escribir una palabra es un acto de fe y un esfuerzo desmedido.

Escribir es desnudarse. Y desnudarse es algo terrible, y más con este frío. No me refiero a desnudarse para cambiarse la camiseta, eso es una ordinariez y puede hacerse en cualquier momento y delante de cualquiera. Desnudarse -de verdad- es quitarse la ropa que abriga el corazón, la timidez que me cubre, el temor que me atenaza, la soledad que me protege. Desnudarse es combatir, contra los propios miedos y contra la forma imperante.

Desnudarse es combatir y yo escribo combatiendo. Y alcanzo a quemar las naves si suena mi canción de guerra. Y eso me derrumba. Y entre la derrota y la euforia hay a veces dos pasos y una melodía, como ésta, que me encanta. Impredecible, inesperada, que desacompasa mi latido confundido. Y un viernes que se muere sin saber lo que ha sido. Y un dolor que me quiebra y un puñal que me mata. Y un no sé qué que queda balbuciendo. Y esa sensación de algo que se escapa a los sentidos. Y esa inseguridad como certeza. Y un placer inexplicable al recordarte, y andar a tientas, buscando espejos.

Y decir tu nombre a destiempo es una ternura terrible.
Ojalá algún día me pronuncies.


martes, 20 de enero de 2015

Nunca es tarde

Ni para volver a ésta mi casa virtual -a la que abandoné sin piedad, quizá por estar entregada a otras ocupaciones- ni para contaros que sí, que saqué libro. Y que Luisa Tomás dejó paso a Susana Fuentes para que sea ella y no su seudónimo quien firme esta breve publicación. Bien es cierto que Susana le debe mucho a Luisa y Luisa todo a Susana, pues no es aquélla sino el rincón más emocional de la otra, trazado con letras, sustentado en líneas, una huida y un refugio.

Y para muestra, bien vale un relato de los que aparecen en el libro y que en su día, con otra versión, anduvo por aquí. Es el principio de un relato más extenso, la primera parte.

Con él, retomo -espero- la actividad en el blog. Ah, si se os ocurre comprar el libro, decid en vuestra librería que lo distribuye La Torre Literaria. Será lo más sencillo. ;)


Pero no hace falta que lo compréis: os quiero igual.

Victoria.
Parte I



Los tobillos blancos de Victoria eran el motivo de sus días. Y el pecado de sus noches.

Ella sabía que los ojos de Román hijo se clavaban en su figura cada vez que la veía bajar a la fuente. Y, aunque el recato y la decencia eran las máximas en las que se había educado, mentiría si dijese que aquellas miradas no le producían un incontenible cosquilleo, que caminaba a distinto son que ella, turbándola, ascendiendo por sus muslos hasta clavarse en sus entrañas, como penetra el sol en su alcoba cada mañana, y removerlas, como remueve el viento la mies.

El amanecer del 14 de agosto se desperezaba rosado y cálido en aquellas soledades serranas. Román, huérfano de madre desde muy niño, espabiló azuzado por su padre, del mismo nombre, inquieto por naturaleza, infatigable. Un hombre de tez curtida y manos nervudas, abultadas en las falanges, remendadas de mil heridas. De chato silente en el mostrador, tabaco negro y pocas palabras.

Solitario y bueno, Román padre, el cabrero, no pasaba inadvertido al resto del pueblo aunque él lo quisiera: su temprana viudedad y su apostura le habían ganado leyendas y alguna que otra “pretendienta” desolada, casadera tardía, viuda prematura o incluso esposa desolada y aburrida, que de buen grado habría aceptado cualquier gracia que de él proviniera.

Pero Román, el cabrero, jamás quiso amar a otra que no fuera su Josefina, aquella delicia de ojos vibrantes y risa franca que se fue una macabra madrugada de enero, siendo su hijo sólo un infante, y después de sufrir una enfermedad terrible que le puso el pecho en carne viva, como si se lo hubiesen abierto y echado sal.

Recuerdan aún las vecinas, casi dos décadas después, los aullidos de Josefina de madrugada, cuando el dolor se apoderaba de su ser y hacía que se retorciera sobre el algodón blanco como una lagartija recién pisada. Hasta que su cuerpo se quebró como un junco sobre el colchón de lana, exhausto de pesar y locura, después de meses de padecimientos por un cáncer de mama que ni se le diagnosticó ni tuvo cuidado paliativo alguno.

“Se le habrá cuajado la leche en la teta”, decía alguna.
“El crío ya es mayor para seguir mamando, le ha hecho gangrena”, replicó la otra.

Y mientras, Josefina, se agarraba a su piel queriendo arrancársela, lloraba y chillaba en vano, suplicando a Dios que se la llevara y acabara con aquel despiadado tormento. Sentía que le ardía la sangre, que palpitaban brasas en sus pezones, que se le abría la carne del pecho hasta desgajarlo como una naranja madura.

Y al fin, expiró, llevándose consigo un amargo calvario, y como última imagen, la cara desencajada y amorosa de su esposo, abrazando al hijo, como una Piedad, derrotada y rota. Resquebrajada cual porcelana vieja, cuyo lustre y brillo pretérito no volverá a recobrarse por mucho que amanezca cada día, por más que siga existiendo la primavera, y el amor, y el canto de los pájaros. Y el devenir diario. Por más que el cielo siga siendo azul… pues el corazón de Román murió a la par que el de su esposa, aunque su cuerpo siguió trabajando para criar a su hijo y su amor siguió latiendo para dárselo a él, que aprendió lo que significaba querer cada vez que iba a visitar la tumba de su madre con su padre y contemplaba, sin saber por qué, el brillo feliz de sus enamorados ojos, fijos sobre la foto ovalada y pétrea que coronaba su tumba.

Y así, como Román padre, el cabrero, amó a Josefina, Román hijo, el cabrero, amaba ahora a Victoria. Con el mismo delicado embeleso.