El blog de Luisa Tomás

El blog de Luisa Tomás

miércoles, 30 de diciembre de 2015

Todos contentos

Cuatro meses es tiempo más que suficiente para declarar a este blog víctima del olvido; que no se queje, no es el único que sufre tal desaire. Y suerte tiene, que hoy voy a dignarme a escribirle cuatro letras, bien merecidas dada su callada resignación.

Vivo sin vivir en mí por el sentimiento de aversión que me ha producido históricamente el 31 de diciembre: ese sainete envuelto en lentejuelas con lazo dorado; ese disparate emocional de bragas rojas; tanta alegría impostada; esa indigestión de año y de vida, que cansa, como diría Machado. Y más aún si obliga: si obliga a olvidar bailando una conga con desconocidos, cubriendo la tristeza de la mirada con un antifaz de cartón y purpurina, burlando las penas mientras soplas la gaita de un matasuegras que ni responde a su nombre ni maldita sea la gracia.

No, que no piense el desocupado lector que la que esto suscribe se ha cubierto del desapacible sabor de la amargura; que no es mi afán añadir más peso a la pena con la que camino. Aun con el corazón atravesado por las siete dagas de la muerte del que me dio la vida para que la viviera con alegría, es su propio recuerdo y ejemplo el que sigue invitándome a escalar esta pesada cuesta con júbilo.

No dejo de sentir irónica admiración, aderezada de repulsa, hacia esos millones de indolentes que, subidos en el pedestal de frivolidad de la nueva era, acusan a los creyentes de supersticiosos por confiar en la clemencia de Dios y, sin embargo, participan de ridículos fetichismos como las uvas de la suerte, ponerse en Nochevieja ropa interior de actriz porno comprada en comercios cutres, echar un anillo de oro en la copa... A mí, que me gustan las copas sin atrezzo, estas cosas se me atragantan y hasta me causan asfixia, aunque, si muero, ¿qué es la vida?, por perdida ya la di. Y a nada temo desde que tengo enchufe en el cielo.


Pues eso, todos contentos (quizá aparentemente, cumpliendo el guión) y yo con indigestión.


viernes, 21 de agosto de 2015

El gato negro

Pasar unos días en el pueblo donde transcurrió su infancia no parecía tan mala idea. Ese agosto, como todos, no tenía mucho que hacer o, mejor dicho, no tenía nada que hacer; y sus días se desdibujaban entre libros, recuerdos, soledades y poemas.
Volver a aquella realidad ahora desolada, donde creció y rió, suponía un pasatiempo como otro cualquiera, quizá más inclinado a la melancolía que la propia lectura, que ya lo era de por sí, pero una dosis de pena, medida en su punto exacto, podría sentarle bien.

El trayecto transcurrió sin demasiado ajetreo, parecía acompañarlo una música de la de entonces, que arrastraba una congoja amarga aunque placentera, esa necesidad satisfecha de sentir. Pero él ya sabía suficiente de la vida y de la muerte como para dejarse envolver por la engañosa manta de la nostalgia.

Nadie ni nada, salvo el tiempo, parecía haber pasado por la casa en la que creció. Todo se le antojaba intacto, protegido por una gruesa lona de polvo que envolvía los muebles y los transformaba en recuerdos. La cómoda de la habitación de sus padres, la mesa de la cocina... ya no son lo que eran, sino el espectro de lo que fueron: el lugar donde su madre guardaba su ropa salpicada de saquitos con un olor dulzón que todo lo impregnaba; la mesa donde merendaba y hacía los deberes con "Moisés", su gato, adormecido y perezoso a sus pies, su madre sentada al otro extremo. Le resultó curiosa la forma en la que los objetos dejan de serlo para cobrar una vida inventada, esa que le otorgamos, adornada de una disparatada carga emocional.

Subió a la habitación en la que dormía y soñaba de niño. El enorme ventanal se abría al desvencijado villorio y le ofrecía un panorama apacible y tristón. El crepúsculo y su cadencia pesaban silenciosos sobre las casas, que empezaban a ofrecerse al fresco de la noche y al olor de la siega. En las eras se hacinaban los haces. Y el campanario callaba, altivo, vigilando un paisaje poblado de inviernos que caminaba hacia la grisura abriga del otoño. Con su lluvia aún templada, y esos ocres cálidos que perfilan el atardecer.

Las últimas luces del día se insinuaban, caprichosas, entre las curvas abiertas de las nubes, y se proyectaban a un suelo sediento que invitaba al paseo y a cierto desasosiego. Sus decididos y silentes pasos lo llevaron por las calles del pueblo, a la puerta de la escuela –en su cabeza retumbaban sonidos pasados, gritos de entonces, la voz de su padre pronunciando su nombre–, a la panadería y a la fuente.

Y al cementerio. Sus pálidas manos recorrieron el cerrojo herrumbroso de la doble puerta. Había algo frío en el óxido que la cubría, algo pegajoso que impregnaba la piel y el alma. Todo era música callada y mármol. Ángeles de pálidos ojos esculpidos en granito, letras sobre la piedra; flores deslavazadas crecidas ya inertes en plástico. Y, de repente, un movimiento nervioso, una vida agitada, pequeña, inquieta, oscura y de ojos vivaces, que removía aquella quietud y la turbaba. Siguió al animal intentando darle caza en vano, pero el gato se deslizaba entre las tumbas como si estuviera inventando un juego sobrecogedor y perturbado. No tenía miedo ni lo tuvo cuando vio al animal pararse y saltar sobre la losa en la que estaba labrado su nombre y el de sus padres, muertos 30 años atrás, cuando su padre, en una cerrada noche de lluvia, intentó esquivar a un gato que se cruzó en la carretera. Sí le sorprendió que "Moisés" viviera tanto, pero no que le gustara reposar sobre su tumba; el animal, su gato negro, ese que sus padres nunca quisieron en casa, tenía querencia a dormir a sus pies.

sábado, 25 de julio de 2015

Canciones de entonces

Nunca he querido saber, pero ya he sabido, que ni el tiempo ni la vida perdonan. Y aunque el tiempo no pasa de ser una convención, un círculo insensato que nos mata y nos devuelve a la esencia, la vida es esa pequeña zorra que te da tanto placer como pena. Más la segunda que el primero, si acaso el uno fuera posible sin la otra. Y viceversa. Y pasa, y queda. Pero sobre todo pasa. Y sobre todo queda. No hay vida sin recuerdos, y por eso, me dijo un querido amigo, no hay nada más terrible que el alzheimer; morir sin rastro de lo que fuimos, sin recordar la cara de los que nos amaron, el rostro terrible de los que nos hirieron. Sin huellas del amor ni de venganza. Sin tan siquiera odio por el puñal helado de los que nos vendieron por 30 pobres monedas y no tuvieron la dignidad de dejar caer su cuerpo en una higuera, el cuello quebrado por la soga certera. Justicia bíblica para el traidor.

Nunca he querido vivir, ni he vivido, de recuerdos. No alimenta mi desalentada alma el recuerdo de mi padre, porque él vive en mí, que nací de sus huesos y de su amor. En mi forma de mirar, dice mi madre. En la forma de sentir, digo yo. Porque creo sentir como él sentía: con devoción y verdad, de la que duele. De la que mata. Por eso somos difíciles, en el fondo tan sencillos. No necesito recuerdos porque no olvido; y él vive en mí y en los míos, que somos todos suyos, en cada gesto y en cada paso. Y también en el duelo que me ahoga. Porque, aunque él no quiera este dolor, no vence aún mi malherido corazón la tentación de rendirse desasosegado por la falta de su abrazo, por un silencio que todo lo puebla. Se llevó intactos sus recuerdos, todos buenos, por su obra y por su gracia; todo bondad, pura alegría. Qué dicha la suya, qué vida tan feliz y plena. Qué muerte tan plácida y serena, qué gozo el suyo sentir nuestro amor hasta expirar.

Nunca he querido tener, ni he tenido, añoranza del pasado. La vida es sólo presente, ni siquiera hay futuro. Pero ahora que conozco la vida en toda su plenitud, con el golpe por la muerte, con el acecho constante de la pérdida, he entendido por qué llevo días escuchando sólo canciones de entonces. No porque entonces, cuando esta canción cerraba nuestras madrugadas de juerga, fuéramos jóvenes; o porque nos divirtiéramos más, a golpe de JB o ponche-cocacola. No escucho canciones de entonces ni siquiera porque sean mejores que las de ahora. Escucho las canciones que escuchábamos entonces porque entonces aún no conocíamos la pena. Bendita ignorancia.

viernes, 19 de junio de 2015

Desde que te vi morir

Desde que te vi morir, tengo menos miedo a la muerte. A la vida hace tiempo que se lo perdí, de tanto como te vi vivir. Antes de verte morir, la muerte era una zorra extraña que llenaba el cementerio del pueblo de frío y de sombras. Desde que te vi morir, puedo confesar y confieso sin rubor que el cementerio del pueblo siempre me ha dado miedo. Y algunas noches, cuando salía a tirar la basura, ese temor me invadía. Andar sola por la calle sola de nuestro pueblo, tan solo, con un silencio acompasado de cortante y solitario viento, me hacía pensar en los muertos, tan solos. Y el solo ulular del cierzo me encogía el alma hasta llevarla al estómago. Pero entrar a la cocina de casa borraba cualquier macabro pensamiento. Creo que era un temor premeditado; quería sentir miedo por el placer de volver a sentirme a salvo en tu casa, que es la nuestra, la de la familia, y que tú llenaste de colores cada día. Sin saberlo. Y no, desde que te vi morir, ya no me da miedo la muerte, y menos el cementerio, porque ahí estaré algún día, en la misma tierra que te ha acogido. Y con la certeza de que mis huesos reposarán a tu lado, no volveré a sentir temor. Espero llegar con, al menos, una brizna de la dignidad que tú tuviste cuando te vi morir.

Desde que te vi morir, no creo en las casualidades. No es casualidad que no te gustaran las noches de los hospitales. "Las noches, pa los lobos, hija". "Y para las estrellas del rock, padre", te dije antes de verte morir, en aquellos días de esperanzas frustradas y goteros. Sonreías. Siempre me has reído las gracias (cuánto me has mimado), que igual no son tales, y menos que tengo ahora, desde que te vi morir. Cuando veías anochecer te inquietabas de modo inconsciente, y te fuiste de noche. La oscuridad había alimentado en tus entrañas algo que venció a tu cuerpo pero jamás a tu alma, que habita en nuestro recuerdo y en alguna otra parte, mejor que ésta, donde no volverás a sentir dolor. No hay casualidades, y no lo fue que allá donde reposa ahora tu cuerpo, entre la puesta del sol y la vereda, asomara aquella tarde una punta de ovejas para arrancar una sonrisa a tanto dolor. No es casualidad, y tú lo sabes. No fue casualidad que los animales buscaran en ese aciago atardecer su pasto junto al cementerio, cuando el sol caía y el ataúd se hundía en el suelo. Fuiste su pastor y nada, contigo, nos falta. En verdes praderas debes ahora descansar y darnos fuerzas para seguir por el camino recto, honrando tu nombre.

A nada temo desde que te vi morir. Ni siquiera esta soledad que ahora siento es real, pues, desde que te vi morir, me reconozco parte de la misma cosa que es la familia que creaste y de la que siempre serás centro. Parte del mismo ser que son mis hermanos, un todo hecho cuatro partes, nacidos de tus huesos y de tu amor (y cito a mi queridísimo Miguel Hernández, tan pastor y tan poeta). Aliviar juntos la sed ansiosa e inclemente con la que te llamó la tierra aumenta el vínculo inquebrantable que de por sí es quererte; por ti, hicimos lo que la vida nos permitió, poco fue, salvo cuidarte y procurarte un final digno, sin sufrimiento, pero habríamos arrasado ciudades, quebrantado leyes, eliminado enemigos, matado monstruos, si de algo hubiera servido, e incluso dado años de nuestra vida, pero la muerte no admite tratos. Desde que te vi morir, sé lo bueno que es decirle a la gente que quieres que la quieres; y si lo sabe, da igual. Así se le recuerda. Casi nada, salvo querer, importa desde que te vi morir.

Antes de verte morir, dijiste "cuidad a mami, pobrecita mía, lo que le faltaba ahora, que yo me ponga malo". Creo que es lo único que nos has pedido, y es todo lo que ahora te podemos dar. Mami es una mujer afortunada, aun en tu ausencia. Y el día que te vimos morir dijo "se va el sol de mi vida". Qué suerte la suya, al haber tenido un sol; que dicha la tuya, haberle dado tanta luz y calor. No sufráis, el amor es más poderoso que la muerte, que ya lo dijo Quevedo. Y las palabras de los poetas no son en vano.

Desde que te vi morir, sé lo que es el dolor. Las lágrimas antiguas eran tristezas regaladas; sólo esta pena que anuda el estómago y se enreda en el sueño es una pena certera. Ay del que sienta que la vida está vacía de sufrimiento. Yo sé que no nos quieres tristes, y yo te prometo seguir, pero antes de seguir tengo que decirte algo, que ya te dije una vez públicamente, ¿te acuerdas? Yo presentaba mi libro y tú me mirabas, mitad orgullo, mitad modestia, todo amor: "De todo lo bueno que tengo, que he tenido y que tendré, lo mejor de todo es que tú seas mi padre". Y menos mal que te lo dije antes de verte morir. Ya lo sabías, pero hay que dar también el amor en las palabras, que el verbo se queda en el hombre y habita en su inconsciente.

Después de verte morir, cuando la llamada de la rutina y la labor me obligó a este asfalto que sabes que adoro pero que ahora es sólo un gris lamento, al pasar con el coche junto a la escultura metálica del pastor que hay antes de llegar a Cuenca, te sentí ya parte de esa eternidad de la que sólo gozan los hombres libres, los sabios del espíritu, los puros de corazón. Reina ahora tu abierta y franca mirada en un horizonte que no termina donde se acaba el día, sino que permanece siempre, luminoso y apacible; los campos están más solos, pero nunca el cielo tuvo tanto brillo. Huérfanos los bosques y los ciervos, las ovejas y la loma de La Torquilla, y huérfanos de padre nosotros, y de patriarca y pilar nuestra familia, ahora son tus huellas el camino y nada más.

Desde que te vi morir, la mirada de todos los que quiero, que son los que me quieren –pues el amor sólo se da si el querer es recíproco–, se quiebra húmeda de desolación y vuelve a resplandecer al citar tu nombre. Nos gusta tu forma de querernos a todos (no tuviste delirio, sólo unos minutos antes de verte morir me dijiste "vámonos a casa". "¿A quién quieres ver, papi?", te dije. "A todos"). Y a todos los que querías ver (y sabemos bien los que somos) no sólo te amamos desde lo más íntimo e intenso de nuestro ser, sino que adoramos tu estilo: ése de no querer ser viejo; ese que derrochabas partiendo salchichón en los aperitivos que ya no son costumbre en casa, sino religión; esa apostura de la gorra calada y los ojos verdes, como el trigo, verdes; ese no parar y soltar las cosas según te vienen, con su componente de ingenuidad, inspiración y naturaleza espontánea –valga la redundancia, que en ti cabe–; y ese no rendir cuentas a nadie. Porque te queremos libre, y libre quisiste vivir (creo, con franqueza, que lo conseguiste), ante nadie capitulaste y ante nadie has de capitular: que si Dios existe, pocas cuentas va a pedirte, pues eres puro amor, y de amor está tejido el cielo.

Cuídanos desde allí. Es todo lo que deseo desde que te vi morir.



Postdata 1. Papi, he cogido prestado el título de un libro de Javier Marías, mi escritor vivo favorito, "Desde que te vi morir", porque es elocuente y me gusta, que tú me quieres mucho pero mi pobre talento tiene límites severos. Ya me imagino viendo al tío Javier en algún programa aburrido, tirados en el sofá de casa, y, después de aguantar unos cinco minutos, me dirías: "Anda, hija mía, pon el 67, que es el canal de los toros, que este tío es un tostón".

Postdata 2. Papi, tú eres pura alegría, termino esta cosa que he escrito y que tanto me ha hecho llorar con la que, creo, es tu canción favorita. Y tan favorita era, que tuvimos una yegua que se llamaba así, "Campanera". Yo no sé bailar, pero no sabes lo que daría por bailarla contigo. Algún día la bailaremos, cuando la eternidad me gobierne y vuelva a sentarme a tu lado.





lunes, 4 de mayo de 2015

Los últimos versos que te escribo


Lo peor del amor cuando termina son las habitaciones ventiladas,
el puré de reproches con sardinas
las golondrinas muertas en la almohada.

Lo malo de después son los despojos
que embalsaman el humo de los sueños, el sístole,
los teléfonos que hablan con los ojos.
El sístole sin diástole ni dueño.

Lo más ingrato es encalar la casa,
remendar las virtudes veniales,
condenar a la hoguera los archivos.

Lo peor del amor es cuando pasa,
cuando al punto final de los finales,
no le quedan dos puntos suspensivos.


(Joaquín Sabina)

Siempre me ha repateado el hígado esa gente que en lugar de decir "buenos días" suelta un frívolo "de lunes". Me toca los cojones, porque su "de lunes" es mísero e impúdicamente superficial. Un "de lunes" cualquiera, de cualquiera que te cruzas en el ascensor, no es más que sueño y pereza, resignación a una rutina basada en la supervivencia. "De lunes" no es nada, es como "de martes" o hasta "de sábado", porque hay miradas y palabras y gentes que no tienen más misterio ni más inquietud que el plato de lentejas, la siesta del domingo. "De lunes" no es un saludo, no hay un estado de ánimo que sea estar "de lunes". Y si fuera tal, sería obsceno saludar vomitando tantas miserias (basta decir "bien" cuando preguntan por cortesía qué tal; que las procesiones del alma caminan por dentro).

No puedes decir estoy "de lunes" porque a la gente, a mí, no nos importa. El lunes es sencillamente una mierda porque en el lunes confluyen todas las tristezas. Las mismas que se desdibujan con la engañosa perspectiva del ocio y el descanso a medida que avanzan los días, lo cual no es otra cosa que avanzar hacia el inevitable final. Como si andar en el tiempo -en esta era en la que la vejez no existe y la tristeza es indecorosa; en esta era de bajas pasiones, por lo pobres y mermadas- sólo fuera caminar hacia el sábado o la jubilación, con esos anuncios de abuelos encantadores que se lo pasan pipa en la residencia cambiando los abrazos por higiene. Avanzar en el tiempo es oxidarse, renunciar a la tersura en aras de la artrosis, las canas y disfunciones varias.

Y avanzar en el tiempo es sobreponerse al olvido. Porque lo peor del amor, cuando termina, es saber que acabarás olvidándolo. Más, cuando el coronel ya tiene quien le escriba y engorde la vanidad de su virilidad pobretona. Y borrar los archivos, con sus versos y la cursi ridiculez de darse los buenos días (y la tentativa a deshora de unas palabras inoportunas cruzadas por la noche, o el alcohol, o ambas). Porque lo peor del amor, cuando se acaba, son los lunes que te recuerdan que ni siquiera lo hubo.

Que los lunes y el amor están desvirtuados por el peso de lo cotidiano, por el ruido de los despertadores y los atascos y por esa continua queja de quehaceres y obligaciones, por ese cansancio que me produce sólo oír tanto quebranto, por esa falta de valor, de épica y de poesía.

Que lo peor del amor no es cuando pasa; es cuando da pereza. Como los lunes. Como hoy, un día sin huella, sin hondura, gozo ni herida.

jueves, 5 de febrero de 2015

Espérame en el cielo

Despertó muerta. No, no es una metáfora. Aurora había muerto aquella noche de enero. En silencio, como había vivido. Se fue calladamente en su pálida alcoba, fría como ella, vacía y sola. Y desde esa atmósfera imprecisa donde habitan los espectros, Aurora contempló su cuerpo ya sin hálito, y también sin alma. Y siendo ya lo que era, sombra de lo que fue, se extrañó al comprobar la paradoja que convertía la vida en la tierra en carne inerte, abandonada a la vez por el latido y por el propio espíritu.

Repuesta de la sorpresa que le produjo seguir siendo en un plano inmaterial, le invadió la inquietud por saber quién la encontraría. O si la encontrarían siquiera y no acabaría siendo su cadáver uno de esos cuerpos olvidados que aparecen al cabo de los años.

La mole resquebrajada y solitaria que era su hogar carecía de actividad social. De hecho, la última vez que a aquella casa entró alguien fue en el duelo por su marido, Germán, hacía ya 20 años. Desde entonces, ella salía poco o nada, pues nada necesitaba del mundo exterior. Se vestía con lo que tenía, escuchaba sus viejos discos -todos le recordaban a él- y hacía la compra por teléfono; pedía que el repartidor la dejara en el jardín y rara vez se veían. Aurora no vivía, sobrevivía ahogada en sus soledades, envuelta en el luto de una tragedia que la sumió en una pena infinita y hondísima contra la que ni pudo ni quiso batallar. Así que esta nueva situación, contemplando desde fuera su cuerpo ya frío y de cera, no la asustaba. Es más, la aliviaba. Sentía un bienestar incorpóreo e ingrávido, como si fuera humo o nube, algo que está y que es, pero que ni se toca ni se atrapa; un estado desconocido pero agradable y despreocupado, sin anclajes ni peso. Sólo ser. Y flotar.

La noche se le fue ideando la forma de avisar a alguien para que viniera a hacerse cargo de lo que quedaba de ella, pero la ausencia de amistades y familia dificultaban su afán. Bien entrada la mañana, hizo lo único que se le ocurrió: llamar al supermercado y pedir que el repartidor entrara a la casa, explicando que se encontraba en cama, enferma y débil, y no podría salir a por el pedido.

La autopsia desveló que la mujer había muerto nueve horas antes de que se realizara esa llamada, hecho al que se le fue restando importancia y sumando olvido con el paso de los días, hasta desvanecerse como anécdota con el paso de los años.

Y desde ese lugar intangible donde ya sonríe junto a Germán, Aurora contempló complacida y sin estupor cómo cerraban su ataúd -cuando la tapa cubrió su rostro, sintió una leve punzada, nada más- y lo hundían en la tierra. Y le gustó el detalle del mozo del supermercado cuando pidió que en el entierro sonara una canción que él decía escuchar cada vez que dejaba las bolsas en el jardín de doña Aurora, una canción doliente, una música lejana cuya melodía emanaba de las ventanas e inundaba la decadente maleza del jardín, las puertas herrumbrosas, el camino invadido de espinas.

Al oír la música, la de los dos, la de otros días, Aurora lo sacó a bailar y Germán accedió con gusto. Llevaba 20 años esperándola.


sábado, 31 de enero de 2015

Ni me canso de escribir

Sí, sí me canso. De hecho, desde que publiqué el libro (a nadie le pregunto que si le ha gustado porque creo que nadie lo ha leído), escribir una palabra es un acto de fe y un esfuerzo desmedido.

Escribir es desnudarse. Y desnudarse es algo terrible, y más con este frío. No me refiero a desnudarse para cambiarse la camiseta, eso es una ordinariez y puede hacerse en cualquier momento y delante de cualquiera. Desnudarse -de verdad- es quitarse la ropa que abriga el corazón, la timidez que me cubre, el temor que me atenaza, la soledad que me protege. Desnudarse es combatir, contra los propios miedos y contra la forma imperante.

Desnudarse es combatir y yo escribo combatiendo. Y alcanzo a quemar las naves si suena mi canción de guerra. Y eso me derrumba. Y entre la derrota y la euforia hay a veces dos pasos y una melodía, como ésta, que me encanta. Impredecible, inesperada, que desacompasa mi latido confundido. Y un viernes que se muere sin saber lo que ha sido. Y un dolor que me quiebra y un puñal que me mata. Y un no sé qué que queda balbuciendo. Y esa sensación de algo que se escapa a los sentidos. Y esa inseguridad como certeza. Y un placer inexplicable al recordarte, y andar a tientas, buscando espejos.

Y decir tu nombre a destiempo es una ternura terrible.
Ojalá algún día me pronuncies.


martes, 20 de enero de 2015

Nunca es tarde

Ni para volver a ésta mi casa virtual -a la que abandoné sin piedad, quizá por estar entregada a otras ocupaciones- ni para contaros que sí, que saqué libro. Y que Luisa Tomás dejó paso a Susana Fuentes para que sea ella y no su seudónimo quien firme esta breve publicación. Bien es cierto que Susana le debe mucho a Luisa y Luisa todo a Susana, pues no es aquélla sino el rincón más emocional de la otra, trazado con letras, sustentado en líneas, una huida y un refugio.

Y para muestra, bien vale un relato de los que aparecen en el libro y que en su día, con otra versión, anduvo por aquí. Es el principio de un relato más extenso, la primera parte.

Con él, retomo -espero- la actividad en el blog. Ah, si se os ocurre comprar el libro, decid en vuestra librería que lo distribuye La Torre Literaria. Será lo más sencillo. ;)


Pero no hace falta que lo compréis: os quiero igual.

Victoria.
Parte I



Los tobillos blancos de Victoria eran el motivo de sus días. Y el pecado de sus noches.

Ella sabía que los ojos de Román hijo se clavaban en su figura cada vez que la veía bajar a la fuente. Y, aunque el recato y la decencia eran las máximas en las que se había educado, mentiría si dijese que aquellas miradas no le producían un incontenible cosquilleo, que caminaba a distinto son que ella, turbándola, ascendiendo por sus muslos hasta clavarse en sus entrañas, como penetra el sol en su alcoba cada mañana, y removerlas, como remueve el viento la mies.

El amanecer del 14 de agosto se desperezaba rosado y cálido en aquellas soledades serranas. Román, huérfano de madre desde muy niño, espabiló azuzado por su padre, del mismo nombre, inquieto por naturaleza, infatigable. Un hombre de tez curtida y manos nervudas, abultadas en las falanges, remendadas de mil heridas. De chato silente en el mostrador, tabaco negro y pocas palabras.

Solitario y bueno, Román padre, el cabrero, no pasaba inadvertido al resto del pueblo aunque él lo quisiera: su temprana viudedad y su apostura le habían ganado leyendas y alguna que otra “pretendienta” desolada, casadera tardía, viuda prematura o incluso esposa desolada y aburrida, que de buen grado habría aceptado cualquier gracia que de él proviniera.

Pero Román, el cabrero, jamás quiso amar a otra que no fuera su Josefina, aquella delicia de ojos vibrantes y risa franca que se fue una macabra madrugada de enero, siendo su hijo sólo un infante, y después de sufrir una enfermedad terrible que le puso el pecho en carne viva, como si se lo hubiesen abierto y echado sal.

Recuerdan aún las vecinas, casi dos décadas después, los aullidos de Josefina de madrugada, cuando el dolor se apoderaba de su ser y hacía que se retorciera sobre el algodón blanco como una lagartija recién pisada. Hasta que su cuerpo se quebró como un junco sobre el colchón de lana, exhausto de pesar y locura, después de meses de padecimientos por un cáncer de mama que ni se le diagnosticó ni tuvo cuidado paliativo alguno.

“Se le habrá cuajado la leche en la teta”, decía alguna.
“El crío ya es mayor para seguir mamando, le ha hecho gangrena”, replicó la otra.

Y mientras, Josefina, se agarraba a su piel queriendo arrancársela, lloraba y chillaba en vano, suplicando a Dios que se la llevara y acabara con aquel despiadado tormento. Sentía que le ardía la sangre, que palpitaban brasas en sus pezones, que se le abría la carne del pecho hasta desgajarlo como una naranja madura.

Y al fin, expiró, llevándose consigo un amargo calvario, y como última imagen, la cara desencajada y amorosa de su esposo, abrazando al hijo, como una Piedad, derrotada y rota. Resquebrajada cual porcelana vieja, cuyo lustre y brillo pretérito no volverá a recobrarse por mucho que amanezca cada día, por más que siga existiendo la primavera, y el amor, y el canto de los pájaros. Y el devenir diario. Por más que el cielo siga siendo azul… pues el corazón de Román murió a la par que el de su esposa, aunque su cuerpo siguió trabajando para criar a su hijo y su amor siguió latiendo para dárselo a él, que aprendió lo que significaba querer cada vez que iba a visitar la tumba de su madre con su padre y contemplaba, sin saber por qué, el brillo feliz de sus enamorados ojos, fijos sobre la foto ovalada y pétrea que coronaba su tumba.

Y así, como Román padre, el cabrero, amó a Josefina, Román hijo, el cabrero, amaba ahora a Victoria. Con el mismo delicado embeleso.