El blog de Luisa Tomás

El blog de Luisa Tomás

viernes, 19 de septiembre de 2014

El último sueño

Siempre he tenido miedo de mis propios sueños. Hace años, la noche que murió mi abuela, yo soñé que se moría. Vi su cuerpo rígido y su rostro de cera. La imagen me impactó y desperté asustada. Eran las tres y cuarto de la madrugada. El teléfono de mi casa sonó a las ocho en punto; era mi padre para decirme que la abuela había muerto aquella noche, a las tres y cuarto. Creí que aquello era una casualidad. Y traté de olvidarlo, pero no pude.

Años después, una imagen terrible invadió mi noche y agitó mi cabeza y mi descanso: la tierra del cementerio de mi pueblo se abría como una boca hambrienta y ofrecía una oscuridad amenazante y fagocitadora. Desperté aterrorizada a las cinco y media. Horas después supe que a aquella hora había fallecido mi tío. No, no soy bruja, mi tío era un anciano que llevaba días agonizando –era bastante obvio que su fin estaba cerca–, pero no negaré que aquella nueva “casualidad” me infundió un miedo terrible.

Esta dolencia o dote adivinatoria o lo que sea que me pase se repite desde entonces continuamente. Odio que llegue la noche, soy incapaz de meterme a la cama. Me quedo en el sofá con la tele encendida, acompañando mis ansiolíticos con alcohol. No hay ni una sola muerte de un conocido que yo no sueñe o presienta, así que me he negado a dormir. Pero el cansancio me aplasta y anoche me quedé dormida en el salón, con el ruido de la Teletienda de fondo. Y he soñado que me moría. He visto mi cuerpo sobre mi cama, cubierto con un hermoso camisón blanco que perteneció a mi abuela. Estaba peinada, limpia y arreglada, junto a dos cajas de pastillas de las que el psiquiatra me recetó cuando fui a contarle lo que le ocurría a mi cabeza.

Me he duchado, me he peinado y maquillado. Estoy guapa, muy guapa con este camisón de mi abuela. Acabo de tomarme las dos cajas de pastillas y ya estoy terminando esta nota de despedida. Por fin voy a descansar sin soñar nada a cambio.


Foto: Juan Ignacio de Frutos

miércoles, 3 de septiembre de 2014

Relato canalla tras mucho tiempo sin pasar por aquí. Ustedes perdonen


Sólo sé que el amor es una cosa que les pasa a otros. Desde que me divorcié de Laura, no puede decirse que lo mío sea el romanticismo. Claro que, durante el tiempo que estuve casado, tampoco despilfarré mucho en rosas. Sí lo hice en disculpas: nunca fui el marido ideal y hube de pedir perdón con frecuencia,  justo hasta el momento en el que supe en el taxi que me llevaba a casa borracho como una cuba, tras cientos de llamadas perdidas de mi mujer, que ése no era el concepto que Laura tenía de matrimonio. Y no, tampoco era el que tenía yo. La diferencia entre ella y yo era que a ella le gustaba su idea, y yo odiaba la mía. Digo más: ella imaginaba que algún día llegaríamos a ese estado ideal en el que ir a hacer la compra al mercado sería lo más parecido a una fiesta, siempre y cuando la hiciéramos juntos comentando, cómplices, calidades y nivel de frescura. Y a mí esa posibilidad remota me hacía vomitar. Que fue exactamente lo que sucedió en el frenazo ante el último semáforo.

La separación tuvo lugar sin más exabruptos que los que se suponen normales,  algún “wasap” ofensivo por su parte, cierta debilidad nocturna por la mía que aliviaba en cualquier bar. Nada nuevo; llevábamos años haciendo lo mismo con distintas excusas. Lo único que me sorprendió de aquel proceso es que no fuera mi mujer la que decidiera poner fin a esa pantomima y que incluso derramara alguna lágrima o fingiera que no lo esperaba.

Sí, el amor es esa cosa que les ocurre a otros y no a mí, que ya he echado en el olvido los 30 y acaricio la temida crisis de los 40. No, no me compraré una moto. Soy un solitario empedernido y algo crápula, pero no un gilipollas. Soy bueno en mi trabajo, muchas mañanas me duele la cabeza, hago un poco de ejercicio sin más finalidad que la de seguir postulándome como amante ocasional de no más de dos noches y, de vez en cuando, sólo de vez en cuando, echo de menos el calor del hogar, pero enseguida se me pasa. Es decir, soy un ser convencional. Tipos como yo los hay a patadas por los bares.

A veces tengo pesadillas con la foto de mi boda, suele ocurrirme las noches que le he dado al escocés, a la irlandesa y al rock and roll en el garito de mi amigo Alberto. Sueño que Laura y yo nos salimos del marco y, en una paranoia onírica, los dos monigotes disfrazados de príncipes Disney persiguen –puñal en mano, cual Chucky, el muñeco diabólico– al hombre que soy ahora, en realidad, el que siempre fui. Y entonces me despierto sudando y, mientras me pongo una copa en el salón, me pregunto cómo pude dormir ocho años bajo aquella amenaza rodeada en dorado. Esa imagen me persigue: yo, vestido de pingüino y con cara de “tontoelhaba” (por cierto, vaya resacón llevaba); y Laura, cual milhoja de Ruiz, dulce y vaporosa.  Pero coronada de un virginal azahar del que prendía un velo casi macabro. Y es que uno hace cosas no porque quiera hacerlas, tampoco es que no quiera; simplemente se hacen porque se cree que en el guión que, al parecer, la mano caprichosa de alguien ha escrito por nosotros, llegamos a ese renglón. Y yo, que siempre fui muy aplicado en la cartilla, no me salté esa línea. Y no, no penséis que soy un cabroncete,  o sí, porque me da igual. Siempre quise a Laura y nunca traté de herirla, pero errarnos al casarnos. Ambos. Yo, por condescender. Ella, por pensar que podría cambiarme.

Ahora mi existencia es más simple y directa. Mis hábitos no merecen una sección  en una revista de vida sana, pero es todo lo que me apetece hacer: cumplo en la obligación y luego me entrego a la devoción. No voy a engañar a nadie ni tengo que hacerlo. Desde que mis padres murieron, me quedan pocas ataduras emocionales. Y, aunque llegue a los 80, cosa que dudo, seguiré pensando que los hijos y las comidas de domingo con los suegros son el verdadero infierno. Por eso nunca quise reproducirme. Eso sí, aunque mi pericia inventando excusas no tiene parangón, en los ocho años de matrimonio, pocas veces pude librarme del marrón de los domingos  de suegros-cuñados, cocido en invierno, paella en verano. Apariencias todo el año.  Pavoroso, vaya.

Pero ya pasó. Y sigo pensando que el amor es una cosa que les sucede a otros, pero no a mí. A mí me suceden otras, algunas verdaderamente extrañas. Tan extrañas que esta noche pegajosa de agosto me han hecho sentarme a escribir.

El año pasado por estas fechas, andaba yo a la mía, como siempre -Madrid es una ciudad que lo da todo en este mes impío, conciertos, calor, polvo y arena. Y esa hostelería carente de todo glamour que tanto nos gusta y que somos incapaces de explicar a los que no la saborean, bares de barra de aluminio y cabezas de gambas sobre un terrazo añejo; cañas de Mahou en vasos de café con leche, croquetas y calamares. No somos ciudad de exquisiteces, pero sí de estómago satisfecho a la vuelta de cualquier esquina, en cualquier barrio, de bravas y boquerones con patatas fritas de bolsa: jodida delicia-, cuando el anuncio de un nuevo grupo de “wasap” reventó mi sueño envuelto en sudor y amanecer tardío. El asunto: “Comida de primos”. El promotor: mi primo Eduardo.

Se me revolvieron las tripas. Eduardo es el típico gilipollas. Un clásico en cualquier reunión. Si hay un seguro de coche barato, es el que él ha contratado. Si alguien necesita acuchillar el parqué, él tiene un primo de su cuñado que lo hace rápido y bien y económico. “Chicos, he pensado que, desde que murió la tía Juana, no hemos vuelto a reunirnos en el pueblo. Y qué mejor que hacerlo este fin de semana, que es la fiesta. Estaría bien comer todos el sábado, ir a la verbena… En fin, yo pongo el vino”.

Sí, era un imbécil. Pero si él llevaba el vino, valía la pena. Aunque tuviera que pedir el dinero, llevaría un vino decentísimo con tal de que nos pasáramos media comida hablando de las virtudes del dichoso caldo. Virtudes que, dicho sea de paso,  se improvisaban sobre la marcha, ya que allí nadie tenía ni puta idea. De hecho, yo dudo mucho de que alguien la tenga: esos comentarios cursis sobre el vino me parecen un esnobismo pretencioso que se hacen con el ánimo de distinguirse. Yo, en mi simpleza innata y práctica, divido el vino en dos grandes secciones: me gusta, no me gusta. Casi todos pertenecen al primer grupo.

Silencié el móvil y traté de seguir durmiendo. Pero un sol indolente penetraba en mi cuarto y avivaba mi jaqueca resacosa sin ningún tipo de miramiento. No negaré que la curiosidad por saber qué harían mis primos ante tan impulsiva propuesta, inquietaba mi reposo e impedía mi descanso, por llamar de alguna manera a mi pegajoso sueño. Cuando desperté, me encontré con la friolera de 78 mensajes sin leer. La conclusión era clara: 


Continuará...
Aún no sé si por aquí o en octubre y en papel;)