El blog de Luisa Tomás

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martes, 2 de julio de 2013

Traidor, inconfeso y mártir

"Sacrifico mi vida a sostener esta patraña que mi historia desde hoy hará famosa […] ahogad la duda, morir debo si no por Sebastián, por Espinosa"

Eso es lo que dice el panadero Gabriel Espinosa, ya en la horca, en la obra de Zorrilla "Traidor, inconfeso y mártir" cuando va a ser ajusticiado tras ser acusado de usurpar la identidad de Sebastián I de Portugal. La obra además se salpica de amoríos, confusiones y demás ingredientes propios del autor y la época (para mi gusto, injustamente denostados ambos). Se supone que Zorrilla se inspiró en la leyenda que cuenta que el citado rey trató de huir de Felipe II, que quería asesinarlo al considerarlo una amenaza a su soberanía en el trono portugués, y comenzar una vida como humilde panadero.

Pero no es de eso de lo que quiero hablar. Mucho me temo que ésta será una de esas entradas caóticas que hablan de mil cosas a la vez o de ninguna concreta.

De todas las debilidades humanas (hay algunas deliciosas, de ésas ya hablo otro día), hay una que no soporto: la traición. Que viene de la mano, en la mayoría de las ocasiones, de una gran mentira. Grande y gorda como una mujer de Botero. Rolliza y generosa. Envuelta en un gigantesco tapiz de verdad. Porque las grandes mentiras son aquellas que acaban siendo creídas y asumidas como verdad irrefutable y absoluta. Y esas mentiras son tan increíblemente corpulentas que no se visten: se envuelven o se rebozan. Pero no se visten. Vestir es un verbo demasiado sutil y delicado como para ponerlo en la misma frase o contexto que una obesa mentira.

El traidor es inconfeso. Por cobarde. Y es que una vez llevado a cabo el acto de traición, jamás se reconocerá ni se asumirá éste. Al contrario: el traidor acaba comulgando con su propia vergüenza y termina convirtiéndola en virtud. De tal forma que en su alma y en su conciencia nada malo ha pasado. Al traidor, que es inconfeso por naturaleza, nada le pesa porque jamás se detiene. El traidor no rumia, no masculla. Deja que su actuación fluya sin meditarla, sin que vuelva, sin pensarla. El traidor es frío y apuñala cuantas veces sean necesarias al corazón, al propio y al ajeno. El traidor inconfeso no late, sólo vive.

El traidor inconfeso acaba siendo un mártir. Víctima de su propia traición y negada ésta, tantas veces como negó San Pedro, se victimiza ante quienes lo acusan de haber sido desleal o indecente.

Que por qué hablo hoy de esto. Pues no lo sé. Me ha venido a la cabeza, porque sí. De manera casi inconsciente. Con la misma inconsciencia con la que el traidor pergeña su fechoría y araña las frágiles paredes del sentir humano.

O quizá, sencillamente, porque esta mañana venía escuchando a Loquillo en el coche y he vuelto a oír la canción "Feo, fuerte y formal", donde dice eso de "si te doy mi palabra, no se romperá".
La mía tampoco. Lo confieso.