El blog de Luisa Tomás

El blog de Luisa Tomás

viernes, 13 de diciembre de 2013

"Te voy a hacer un post"

Y lo que se dice en un concierto, mini de cerveza mediante, se cumple. O al menos Cruela La Vil lo cumple. Porque esta mujer, otra cosa no, pero palabra, tiene. Y mucha. Y en pleno fervor musical, y al ver al muchacho bailar, tan aseao, tan estiloso, tan mono, soltó "te voy a hacer un post". Que viene a ser algo así, salvando las distancias, como cuando Garcilaso le decía a Isabel Freyre "te voy a hacer un soneto". Porque amores platónicos haberlos, haylos. Y los ha habido siempre. Y versarlos hay que versarlos, pues los besos, que no los versos, son para otros amores, los no platónicos (y no por ello mejores, que suelen estar carentes de poesía).

Al grano. O, mejor dicho, a la cebada, cuyo preciado jugo alivia y alimenta, a la par, las emociones de la música en directo. Igual que alivia los pesares por este año que, por fin, termina. Y alimenta los momentos que ha dejado buenos (alguno queda). Y ya que 2013 se empeñó en vestirse de gris y al final consiguió ser el tío más apático y deprimente con el que yo me he cruzao, la que esto firma, y aunque los tiempos no acompañen, se ha propuesto concluirlo poniéndole un lazo rojo a modo de nota musical. El otro día le tocó el turno a Supersubmarina y a su líder (y qué líder, eso es una cabeza visible y no lo de Rajoy) prometí escribirle unas letras. Y el sábado que viene le toca a mi adorado Quique González (a éste le voy a hacer una oda).

Y centrados ya en el tema que nos ocupa, me flipa como este muchacho de Jaén y el grupo que lidera, así, a la chita callando, se están saliendo. Ellos van de que son sólo unos chavales que hacen música, pero no. Son mucho más. Para empezar, da gloria verlos. Y cuando sale el mozo, jerseicito gris en ristre, cuello de camisa blanca y esos pitillos... pues no hay crisis ni dolor. Y dice cosas muy bonitas. Incluso tiene una canción para Granada, pero sin patrias ni estridencias, que son cosas que no caben en la poesía, sino con delicadeza ..."si te pones a bailar, las estrellas nos alhambran al pasar"... Y es bonito por lo sencillo. Pero no confundamos sencillez con simpleza. Pues no es el caso.



...Me contó la forma de abrazarte y que no me queme la piel
y me explicó el secreto para dormir cuando no estés...
Es imposible escucharla y no llorar, aunque sea por dentro. Y por eso cierro el post con este tema. Porque "Para dormir cuando no estés" es una canción que recuerda que entre las mieles y las hieles media sólo una letra y la pobre es muda.










lunes, 18 de noviembre de 2013

Alhajita

"No sé si alguien se ha parado a pensar en lo chula que es la canción de "Alhajita" de Quique y lo bien que la canta. Vamos, que voy llorando". He recibido este mensaje hace un rato. Lo encontré al subir de pilates. Me lo ha mandado mi hermana. Y por alguna razón que no alcanzo a explicar ni quiero, las lágrimas de mi hermana me conmueven como pocas cosas en este mundo. Me conmueven porque ella y yo sabemos -porque las dos somos "muy de Gandalf"- que no todas las lágrimas son amargas. Hay un llanto emocionado que puede nacer de un gesto, de una canción. Y no es, ni de lejos, un llanto de pena. Tampoco de alegría exactamente. Es una cosa que se pega a la piel y la estremece. No se sabe bien por qué. Pero de repente lloras.

No todos los que nos rodean son capaces de soportar este "exceso de sensibilidad" y aunque reconozco que, a veces, el sentirme incomprendida por la hipersensibilidad me ha generado dolor, no pienso renunciar a ella.

Es curioso comprobar cómo esta llorera tan sentida tiene algo de genético y hasta de gemelar. No porque mi hermana y yo seamos gemelas (que podríamos, pero le gano en edad), sino porque nos pasan cosas parecidas al mismo tiempo. Al subir de pilates, me he encontrado este mensaje en el móvil. Mientras mi hermana lloraba escuchando a Quique en el autobús, yo había llorado en el gimnasio. No, no es que mi nuevo profesor sea el Sargento de Hierro, no. Es que ha decidido dedicar los últimos diez minutos a relajación-meditación. Él hablaba, con las luces apagadas y una tenue música de fondo, y, tras la correspondiente charla respiratoria, ha dicho: "Para terminar, recordad algo que os haga felices. Así, cuando encienda la luz, os veré a todas con una sonrisa. Recordad una imagen que os guste, que os ponga contentas". En mi cabeza se disparó un interruptor que trajo la cara de mi padre después de ver torear a José Tomás. Y, tirada en la colchoneta, envuelta en un sudor que ha empezado a quedarse frío, he llorado. Y he tenido que arrancarme las lágrimas a manotazos antes de que las luces me delataran.

Que por qué lloramos a la vez las dos en sitios distintos y por cosas tan dispares. Pues no lo sé. Aunque quizá las cosas no sean tan dispares entre sí: quizá esas lágrimas sólo sean el gesto que anuncia lo mucho que nos gusta sentir.

A José Tomás no sé lo que falta para verlo. A papi, casi nada. A Quique... de momento lo pongo por aquí. Con tu canción, "Alhajita" (valga la redundancia). Una de las mejores, sin duda.

Y por qué he escrito esto. Pues no sé bien. Se me ha ocurrido mientras se hace la dorada el horno y me tomo un vino esperando que empiece "Isabel". Lo escribo a pulso, sin pensar y tecleando con emoción. Por las cosas que emocionan vale la pena vivir.


jueves, 14 de noviembre de 2013

Tipos y usos verbeneros

A petición de mi sobrina, escribo esta entrada sin otro ánimo que el de complacer a la niña de mis ojos y echarnos unas risas. Nerea, va por ti (permíteme el brindis aunque no sea tu adorado Fandiño).


Para todo individuo que sea de pueblo o hijo o nieto de alguien "del pueblo" hay un hito en cuanto a diversión y jolgorio local se refiere: la verbena. ¡Ese encuentro único! ¡Esa fiesta entre las fiestas! ¡Ese culmen de la camaradería y la vecindad! Es la verbena popular el lugar-momento (pues verbena no es sólo el hecho, también es el sitio en sí –la complejidad de este acto empieza en su propia nomenclatura–) en el que desfilan multitud de tipos que el resto del año andan escondidos bajo la pátina de la rutina. Es cuando salen los que no salen nunca. Cuando bailan los que no saben. Cuando se emborrachan los que no beben... En resumen: un refugio para los reprimidos y una orgía para los, de por sí, aficionados a la fiesta en cualquiera de sus vertientes.
Entre los tipos que pueblan las noches de verbena, destacan, "lo menos, lo menos", diez.


Primero: El "matrimonio" de mediana edad.

Hablamos de esa pareja que ronda los 50 y que sube a la verbena una vez recogida la casa, después de tomar café en el bar de al lado de la iglesia con otro matrimonio. Ellos entran delante. Ellas, detrás: hablando de sus cosas, fingiendo frío, acariciando los brazos de una rebequita de hilo de un color azaroso, pelo con "bien de laca" –aún sobrevive el peinado de la Misa Mayor–. La música está aún por empezar. Ellos charlan. Ellas no se encuentran, y se empeñan en seguir apretando la chaqueta contra sí. Cubata "cortito" para ellos. Tónica para ellas. Primer pasodoble. Y ahí que van, cada una con su hombre. Paso "palante", paso "patrás". Bien. "Como era antes. Y es que los jóvenes de ahora no saben bailar". La llegada de su hijo adolescente borracho, con un sombrero mexicano, ensombrece su momento.

Segundo: El adolescente borracho con sombrero mexicano.

"A ver, es normal. Es lo suyo. A su edad... Qué hacías tú". Pues el ridículo, como él. No, no es gracioso estar borracho. No, no haces reír a nadie porque te pongas un sombrero mexicano, o gafas de sol de noche o la falda de tu abuela. No, no es gracioso. Pero estamos en fiestas y perdonamos las imprudencias de la edad, los tempranos coqueteos con el alcohol y hasta que te hagas el mayor cuando todos sabemos que, a tus quince años, aún te vas por el wáter si alguien te pone la voz de "la niña del exorcista". El adolescente borracho con sombrero mexicano entra, mira, ve a sus padres (piensa: ¡vaya mierda!, por qué habrán salido), lanza unas sonrisillas y, para que sus padres piensen que conserva la inocencia aunque va pedo y que va a la verbena con el ánimo de participar y echarse unos bailes, se va delante. Con los músicos, como si apreciara su labor. Y huye premeditadamente de la parte de atrás, donde está la barra, la gente que no baila, los borrachos sin complejos, fumetas y demás muchachada que ronda de los 25 a los 40 y dice "a mí la verbena... es que me da igual".

Tercero: Los que dicen "a mí la verbena... es que me da igual".
Lo dicen, los jodíos, pero no lo piensan. Ni lo dicen desde lo más profundo del corazón. ¿A que no? Si todos hemos pasado alguna vez por el amargo trance de hacer esta cruel afirmación. Pero ahí estamos, ¿eh, pájaros? Año tras año. Fiesta tras fiesta. Como si fuera a pasar algo nuevo... Y no, salvo alguna nueva resaca no pasa nada más. En este grupo de falsos renegaos proliferan individuos de 25 a 40 años, que aguantan el primer pase (bailes de salón) y el segundo (canciones del verano, de cualquier verano, desde 1967 a 2013) con estoicismo, grandes dosis de alcohol y recuerdos de veranos pasados –cuando ellos pertenecían al grupo descrito en el punto anterior–. Son gente de barra y de camiseta de AC/DC que sobreviven hasta el tercer pase, que es cuando los de la orquesta cambian las chaquetas de brillantina por una chupa de cuero y lo intentan con el Maneras de Vivir. Entonces, ese individuo del que hablamos levanta su brazo, extendiendo su cubata, como si se lo ofreciera al cielo dando gracias por el hit y mueve la cabeza (sólo la cabeza) esbozando una sonrisa al reconocer esas notas como banda sonora de sus primeros polvos. El "ruido" ensordece al matrimonio de mediana edad, que abandona. Enardece al adolescente borracho, que espera un sonido más actual o que llegue el amanecer para acostarse (no puede más con el pedo). Y retira de la pista a "las mujeres de 45 que van de modernas porque se saben la "coreo" de la Macarena".

Cuarto: Las mujeres de 45 que van de modernas porque se saben la "coreo" de la Macarena.
Llevan toda la noche dándolo to. De hecho, es la primera noche que se quedan despiertas hasta tan tarde desde que tuvieron a su primero, que era muy guerrero (las casadas), o desde que lloraron a aquel novio que se fue con otra y a cuyo agravio no se reponen (las solteras). Todas llevan el pelo corto, vaqueros y deportivas (a la verbena hay que ir cómodas, pa bailar). En el primer pase se han entregao al agarrao con los que eran jóvenes cuando ellas también, en el segundo le han dao bien al pop y a los ochenta y en el tercero se quedan, simplemente, a ver qué pasa o quién va más borracho, pa comentarlo al día siguiente. Pero el momento cumbre de este grupo de hembras son las canciones coreografíadas. De Coyote Dax a La Macarena. Da igual. Se lo saben. Bailan en círculo, aprobándose unas a las otras. Y se saben las "coreos" tan bien que no marcan los pasos, bailan como con desgana, "desmayás"... ¡Chulitas! Y, como aún están de buen ver y se atreven con algún caderazo pícaro, es frecuente verlas rodeadas por "el buitre Pelayo", ese animal de verbena.

Quinto: El buitre Pelayo.
Inconfundible, el buitre Pelayo desplega su plumaje en las noches de verbena, donde proliferan las hembras bebidas, donde se atreven con el sexo las despechadas, donde hasta la más recatada se pone tacón... Un paraíso para el buitre Pelayo, ese animal que empieza a buscar su víctima a primera hora de la tarde, mirando en la grada de la plaza de toros cuál es la que más "zurra" está bebiendo, quién lleva los "shorts" más cortos... Nada escapa al ojo del buitre Pelayo, ese animal que deja que se le caiga un billete de 50 mientras con otro paga una ronda, ese macho –casado, soltero, divorciado o viudo– que se ha especializado en polvos rápidos en el coche y en mujeres que lloran en cuanto se toman tres copas.

Sexto: Mujeres que lloran en cuanto se toman tres copas.
Sí, amigos. Porque bajo esta alegría y "pacá, pallá" desenfadado también se soterran tristezas y dolores. Y sí, hay quien en las noches de verbena acaba llorando. La cosa suele tener que ver con alguna pelea en la que interviene el novio o el marido, pero también hay quien llora porque con la flojera del alcohol le da por rememorar tiempos pasados. También hay lloros por el reencuentro con aquel familiar con el que llevas 22 años sin hablarte y con quien te has abrazado allí, en la verbena, después de unas ginebrazas. Y, por supuesto, los lloros por amor. Esos son impagables, inenarrables e inevitables: ver a un exnovio con su actual, acordarte de tu exmarido o ver al chico que te gusta enrollándose con tu amiga, la que siempre se enrolla con alguien.

Séptimo: Las amigas que siempre se enrollan con alguien. Octavo: El borracho que se mete con la orquesta. Noveno: El viejo verde. Décimo La divorciada cachondona... Y así podríamos seguir hasta dividir este acto de buenrollismo en una sucesión de tipos y actitudes. Pero no vamos a hacerlo. Por dios, sé que me lee gente de mi pueblo, que nadie se dé por aludido. O sí, que haga lo que quiera. Pero no hago esto con ánimo de ser crítica, sólo soy una mera observadora que mira complacida como, año tras año, este paisaje se repite. Y el año que viene, allí estaré. A saber en qué grupo. Pero estaré.




martes, 29 de octubre de 2013

Retoñar en octubre

Lo mejor de octubre son las plantas que retoñan, las flores que se abren a la vida cuando los días parecen abocados a la oscuridad invernal. Lejos del tópico de las primaveras y sus alegrías, reivindico el derecho a renacer en otoño, el de las plantas y el de las gentes. Y el mío propio, cosa que celebro cada 29 de octubre.

Quizá sea más sencillo rendirse a la evidencia del paso del tiempo, protegerse de las inclemencias que la vida ofrece allá fuera, excusarse en el temprano atardecer y la lluvia para guarecerse en el tramposo calor del hogar. Pero no nos engañemos: no se trata de respirar, se trata de vivir. Con sus riesgos y sus caídas. Y estas lluvias y estos grises, con sus claros, también invitan a ello.

No envidio el dolor que tenía mi madre tal día como hoy de 1976, y no escribo esto esta mañana para agradecer a mis progenitores que me dieran la vida, puesto que les agradezco mucho más que me dieran la libertad. Junto a ella camino y con mi libertad me equivoco. Y las dos hemos hollado caminos apasionantes, con la misma cantidad de tropiezos que de premios. Elegí, acerté y erré. Velé en largas noches de infiernos porque antes las tuve de gozo. Probé las gotas amargas porque antes me emborraché de mieles. Y ahora que las canas y algún gesto delatan que dejé atrás los 30, me asomo a esta parte del sendero con las mismas ganas e idéntico miedo ilusionante que cuando puse el pie en Madrid hace más de dos décadas para hacer no sé qué de buscarme la vida, estudiar y demás requisitos de obligado cumplimiento para no quedarme fuera (ya nos entendemos). Aún no había cumplido catorce. Y ese día supe que era el fin de mi infancia.

Y a ella vuelvo hoy, a través del tiempo y del espacio, viajando al lugar en el que la viví. Y en el alma resonando Machado.

Con la última herida sanada y el corazón en un suspiro, amando a lo ancho. Con la sabiduría de saber que este tiempo material que nos gobierna es una ficción y en lo único que deja huella es en la piel. Sí, en la mía también.


"Nada es la edad. La primavera está en el alma y la de usted florecerá en su otoño. Además, yo amo el otoño de la mujer tanto -o más- como su primavera".
Eso le escribió Juan Ramón Jiménez a una tal Luisa.





No, la foto no es de marzo. Es de octubre. Y así me felicitan los geranios de mi terraza.

jueves, 10 de octubre de 2013

Delito

Llevaba un tiempo sin ver a la prima Milagros. Pero el entierro de mi tía Juana, su madre, volvió a cruzar nuestras vidas. A pesar de las circunstancias y el ambiente (con el componente de drama que siempre tienen los funerales en el pueblo), el renovado aspecto de mi prima, la recatada, la pobre mojigata, la gordita del pueblo, me impactó. Y hasta me gustó.

La tía Juana enviudó siendo joven y Milagros había sido la única compañía de su madre, que la sometió a una durísima disciplina: nada de salir, nada de bares, nada de chicos, nada de ir al instituto a la ciudad, nada de nada de nada. Vida austera. Casi ermitaña. Recogimiento, costura y limpieza: un día los cristales, otro las cortinas... Con la única ilusión que le despertaban los artificiales galanes de las telenovelas de sobremesa y la única sexualidad clandestina y solitaria –que a ella se le antojaba pecaminosa– de soñar con ellos en la desolada blancura encalada de su cuarto. Y así durante años. Los años que había durado la juventud de Milagros, quien ahora contaba ya con una cifra cercana a los 40.

Milagros nunca había ido bien vestida, ni arreglada, ni había sido coqueta, pero aquel día, en el entierro de su madre, sobrecogió a todos con un imponente traje negro entallado, medias con costura, elevadísimos tacones, moño bajo adornado con peinetas y joyas. Muchas joyas.

El entierro pasó sin pena ni gloria. Pocas lágrimas. Poca gente. Ningún drama. A nadie del pueblo sorprendió que Juana, ya entrada en años, hubiera muerto apaciblemente en su cama, puesto que la habían visto ir degenerando en los últimos cuatro años, los mismos en los que su hija fue modelando su figura, sus maneras, su aspecto... y su vida, ya que hasta tenía carnet de conducir y coche propio. Además, según Josefa, la vecina, la existencia de Milagros había empezado a ser un misterio. A diario, Milagros dejaba en cama a su madre a las ocho de la tarde y con su coche se iba a la ciudad. Nadie sabía a qué.

Ese día, el mismo en que su madre había recibido cristiana sepultura, tras fingidos pésames y atender a familiares y falsos amigos, mi prima me dijo que tenía que irse a la ciudad y que, si quería, podía quedarme a dormir en el pueblo. Acepté la oferta con la única e insana intención de seguirla y saber qué secretos la envolvían.

Antes de llegar a la ciudad, un juego de luces mortecinas y bombillas, unas fundidas otras parpadeantes, rodeaban el nombre del "Club Sueños”. El intermitente del moderno utilitario de mi prima señaló que iba a tomar ese desvío. Dejé pasar el tiempo conveniente y, con un valor pudoroso y cierto nerviosismo, me atreví a entrar a aquel lóbrego local, con olor a whisky barato y pachulí. En él, Milagros, sobre un pequeño escenario, dejaba de ser la mujer que su madre había construido y cambiaba su nombre por el de “Delito”, toda una “mujer fatal” que se contoneaba con destreza y apenas ropa en torno a una barra vertical.

No me sorprendió: tanta represión había dado sus frutos.


Lo que sí me habría sorprendido, de haber llegado a saberlo, o siquiera a sospecharlo, es que fue la propia Milagros la que, gota a gota, fue envenenando –en cada amoroso puré que le preparó– la vida de su madre hasta verla expirar.

lunes, 23 de septiembre de 2013

El subconsciente es un cabrón

Por fin lo he sabido: la culpa la tiene este preludio de otoño. Hace no muchas horas viví un "dèja vu" o "dèja senti" o algo similar, sin ser eso exactamente, que puso del revés mi ya de por sí desordenado cerebro. Poco o nada le interesa al desocupado lector qué le sucedió a mi mente durante unas centésimas de segundo para que mi cabeza y mi cuerpo se descolocaran de tal forma y se trasladaran a otro lugar y a otro tiempo (la piel tiene memoria, y eso es tan cierto como que estoy aquí, escribiendo no sé bien el qué). A otro momento vital, real pero pretérito. Ya camuflado por las rutinas y la necesidad de olvido, pilar de la supervivencia.

El caso es que, aun habiendo reconocido casi en el mismo momento en que sucedía -como cuando tienes una pesadilla, y en medio de esa inquietud onírica oyes a tu propia voz decir que no pasa nada, que sólo estás soñando (esto os pasa a todos, ¿no?)- que esa sensación era una ficción, un recuerdo inerte que afloraba a través del subconsciente, me asusté. Y pensé: "El subconsciente es un cabrón. Pero me niego a darme otro paseo por el campo freudiano, casi mejor me bajo al parque".

Y hete aquí que descubrí quién alberga en su espíritu lo que tanta perturbación me causa: el otoño, que asoma tímidamente en los colores de Madrid. Los días ya no se extienden hacia horas que no les corresponden ni las noches se empequeñecen acobardadas por una inclemente invasión de luz. El otoño no es una tristeza ni una lluvia ni una pena. El otoño es la aseveración necesaria de que la vida no es una línea, sino un círculo o una espiral en la que todo vuelve. Pasados ya los días de estío, que conducen al placer, al cuerpo y a la risa, los pasos vuelven a estar presididos por el alma y el pensamiento. Y hasta ese "dèja vu" impertinente es un número más en la suma de hechos, de seres y estares, que nos conforman. Todo pasa, pero todo queda. Desterremos del otoño a los indolentes del corazón, pues es la estación de los poetas.

El otoño es una melancolía color de calabaza que a veces se envuelve en crema y en rutina.

Y recordar, a veces, aunque sea involuntario, no es una debilidad ni un pecado, ni una invasión de hojas tristes ni de gotas cansadas. Recordar es sentir dos veces, y por ello no he de tener pudor. Porque sentir vale la pena.

lunes, 26 de agosto de 2013

A las dos en el "Perla Negra"

Habían quedado en encontrarse, como siempre, a las dos en el "Perla Negra". Un par de horas bastaban para romper sus cuerpos entre sudor y silencios. Y ese momento perdido del día, a medio camino entre la comida de la oficina de él y la salida del colegio de los hijos de ella, les daba una coartada llena de relojes y clandestinidades, pero apasionada y feroz.

Raúl llegó antes que ella, como era habitual. Marta siempre tenía más flecos pendientes, rutinas de madre y mujer casada. Él se había divorciado a las tres semanas de conocerla.

Se liberó de la corbata y respiró en aquel espacio que ya era familiar y apacible, el lugar que le proporcionaba el secreto y el encuentro. A ella, el placer. A él, además, el amor. Y no es que se hubiera resignado: es que albergaba la esperanza de que un día, no muy lejano, ella decidiera dar el paso de poner fin a su matrimonio y refugiarse para siempre en sus brazos.

Raúl se sirvió una copa y se echó sobre la cama envuelto ya en un deseo insoportable. Siete días sin verla se habían convertido en siete eternidades en el peor de los infiernos posibles. Absorto, con la mirada fija en el tibio rayo de sol de otoño que atravesaba el techo de lado a lado, se embebió en sus pensamientos y en la calidez del whisky.

La puerta se abrió silenciosa y la figura de Marta pisó la alfombra con desafiante certeza. Raúl, sin mediar palabra, se sentó a esperarla en el borde de la cama. Le gustaba verla acercarse, fingiendo timidez, llena de excusas por la tardanza, siempre con la huella de la prisa en el rostro y en el pelo.

El cinturón de su gabardina dividía con agresividad su figura. Raúl lo desabrochó con parsimonia y dejó caer sus manos por las turgencias que quedaban ocultas bajo su vestido de seda verde. Empezó a deslizar su tacto por la tersura perfumada de aquel tejido y sus sentidos se inundaron de un calor rojo y refulgente. Elevó con levedad la falda, de una ingenuidad casi dolorosa, y sus dedos recorrieron sus muslos con rapidez, apretando su piel a cada paso, con movimientos rápidos y nerviosos, como un camino de hormigas, hasta hundirse húmedos y felices en la suavidad de sus pliegues.

Raúl elevó su mirada y la vio morder su labio inferior, con los ojos cerrados y la frente mojada de un sudor brillante. Al sentirla tan viva, tan palpitante, tan hermosa, la creyó infinita. No necesitaba más. Su cuerpo creció y estalló en un río cálido y placentero que lo recorrió de arriba abajo y se dibujó a capricho en su pantalón.

Fue entonces cuando despertó. El reloj marcaba las cuatro. Ella no había acudido. Miró desesperado su móvil y el mensaje lo destrozó: “No puedo ir, ni hoy ni nunca. No volveré a hacerlo. Nadie merece esto”. Acabó de un trago su copa, con el hielo confundido y deshecho entre el alcohol y sus lágrimas, cerró de un portazo y se marchó con la promesa de no volver jamás a aquel lugar.

Pero las promesas se incumplen. Y Raúl, cada martes, a las dos, reservaba la misma habitación, en el mismo sitio, con el triste y desolado deseo de verla regresar.

domingo, 11 de agosto de 2013

Cruela la Vil. Capítulo 1: ¿Por qué los hombres desayunan como niños?

Después de este fingido abandono. Después de esta pena, y este duelo, y este letargo, yo, Luisa Tomás, vuelvo ante ustedes, escasos pero selectísimos lectores, para presentarles a mi álter ego más histérico e hijo puta, Cruela la Vil.

No, no quedan atrás las princesas ni las brujas, los castillos ni las soledades, el desgarro amoroso incontenido, el lamento del corazón y el aullido al viento. No. Pero tira para adelante el sarcasmo y el humor de la mano de esta vampiresa urbana, diva de barrio, con la misma afición por el Moët que por las patatas bravas, en continuo debate entre el ser y el querer, entre la inteligencia y el latido.

Con ustedes, Cruela la Vil y sus pensares. Sobra decir que cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia y que nadie se sienta aludido (y cito a Sabina), a mí las moralinas me hacen vomitar.


Cruela de Vil. Capítulo 1: ¿Por qué los hombres desayunan como niños?

Sí. Desayunan como niños. Y es en el desayuno donde realmente descubres lo que son y hasta dónde llegan. Es en esa hora desprotegida y cabrona, cuando se asoman los defectos y ya no hay cama ni seducción, donde se descubre al que tienes al lado. Y no, no vale de ejemplo un desayuno de sábado o domingo, ni de hotel ni hostias. Uno se destapa en el desayuno de pelea, en el del martes a las siete, lloviendo y con resaca. Cuando ha muerto la noche y el pavo real ya no expande su vanidoso ramaje, ése que le proporcionó el triunfo y la vuelta al ruedo. El desayuno de las prisas y "llego tarde al curro y encima tengo que hacerle café". Es esa hora inclemente la que descubre al ser masculino y singular.

No, no soy más lista que nadie. No ha sabido esto cuando he "estado metida en harina", sino a posteriori, observando, una vez rota la magia, el comportamiento del contrario. Basta remitirme a X, que Dios lo tenga en su gloria (es ironía. Ni ha muerto ni le deseo tal cosa). X odia el café. Yo lo adoro. Y le llamo X de ex. De eX con mayúscula. X tiene un despertar infantil y un desayuno poco conflictivo, como de programa de Eva Nasarre o de serie políticamente correcta. El café provocaría en las dulcísimas entrañas de X un sinfín de reacciones que dejarían en mantillas a Chernobil. O a Hiroshima. Porque X está como hecho de uva blanca y miel (joder, me ha salido un piropo, y no se lo merece). Y yo, es decir, Cruela la Vil, soy un puto zombi hasta que a mi pituitaria llega el apacible y humeante aroma de esa delicia de cuatro letras, con su tilde y todo, café.

X se despierta y le da al abdominal. Literal. Y al bíceps y a no sé cuántos músculos más. Y yo no. Yo me despierto (es un decir) y lo máximo que puedo hacer es mirar a X. Y, en algunos momentos, cuando yo pensaba que había amor, me ponía a su lado en el suelo, pero no para hacer oblicuos, no, ni mucho menos. Me ponía a su lado para darle un beso entre flexión y flexión y agradacerle infinito que me hubiera hecho café.

Y ahora, con la frialdad que da el paso del tiempo, miro hacia atrás y pienso que el café de X no era un acto de amor sino de supervivencia: "Alimentemos a la bestia y que se calle mientras yo le doy al fitness matutino". Porque sus mañanas y las mías no es que fueran parecidas, es que eran opuestas. Yo me habría metido una cafetera en vena mientras él habría ganado haciendo abdominales al mismísimo José María Aznar, que se los curra de puta madre (a mayor gozo de la alcaldesa de perlas, toda una señora de Valladolid residente en el Barrio de Salamanca, con su puerta de servicio y su traje azul marino y todos los etcéteras posibles). Imagino los pensamientos de X, mientras contaba respiraciones y dividía las calorías entre productos frescos de su propio huerto y pavo tan light que no tiene ni pavo, al verme pálida e impasible, abrazada a mi café (americano, sin azúcar y con chorro de leche FRÍA DESNATADA): "Tóxica de mierda". Y yo, que entonces lo veía todo por el opaco vidrio del amor, pensando que su café nacía de lo más hondo de su corazón. Y no. He sabido que aquello era sólo una convención maquillada con una leva pátina de ternura.

"Y". Y no como conjunción, sino como incógnita. "Y" desayuna café con leche entera caliente y moja galletas. Mi náusea es tremenda. "Y" y yo no nos queremos. Ni nos vemos. Ya ni nos llamamos. Sin dramas. Sin rupturas. Sin separaciones. Total, nunca nos juntamos demasiado. Era un experimento social, como "Gran Hermano". Con "Y" ni siquiera hubo pátina de ternura. "Y" le puso (cosa que yo no hice) algún interés a lo nuestro, pero también le puso azúcar al café. Vamos a ver, vamos a ver, vamos a ver. "Y" de los cojones. Americano sin azúcar y chorro de leche desnatada. ¿Qué es lo que no entiendes? La leche entera es algo como de los años ochenta, mojar galletas es para gente de doce años o de 90 y el azúcar es para niños gordos. Estaría bueno que después de este despropósito pretendieras un beso.

Tampoco hay que pasarse, a ver, que no quiero un Z que desayune café solo, dos cigarros y un chupito. No. Pero me niego a volver a considerar como digno de mi presencia a un hombre que no sepa hacerme el café o que el hecho de hacérmelo no le suponga un placer enorme, dado mi disfrute.
O mejor aún. La próxima vez (si la hay), no volveré a quedarme a dormir no sea que alguno me sorprenda sacando el bote de Cola-Cao. Y entonces ya, de verdad, que poto.



Por cierto, X, Y, Z... son seres ficticios. Que nadie piense por un momento que me sirve de musa. Eso sería mucho decir.






martes, 2 de julio de 2013

Traidor, inconfeso y mártir

"Sacrifico mi vida a sostener esta patraña que mi historia desde hoy hará famosa […] ahogad la duda, morir debo si no por Sebastián, por Espinosa"

Eso es lo que dice el panadero Gabriel Espinosa, ya en la horca, en la obra de Zorrilla "Traidor, inconfeso y mártir" cuando va a ser ajusticiado tras ser acusado de usurpar la identidad de Sebastián I de Portugal. La obra además se salpica de amoríos, confusiones y demás ingredientes propios del autor y la época (para mi gusto, injustamente denostados ambos). Se supone que Zorrilla se inspiró en la leyenda que cuenta que el citado rey trató de huir de Felipe II, que quería asesinarlo al considerarlo una amenaza a su soberanía en el trono portugués, y comenzar una vida como humilde panadero.

Pero no es de eso de lo que quiero hablar. Mucho me temo que ésta será una de esas entradas caóticas que hablan de mil cosas a la vez o de ninguna concreta.

De todas las debilidades humanas (hay algunas deliciosas, de ésas ya hablo otro día), hay una que no soporto: la traición. Que viene de la mano, en la mayoría de las ocasiones, de una gran mentira. Grande y gorda como una mujer de Botero. Rolliza y generosa. Envuelta en un gigantesco tapiz de verdad. Porque las grandes mentiras son aquellas que acaban siendo creídas y asumidas como verdad irrefutable y absoluta. Y esas mentiras son tan increíblemente corpulentas que no se visten: se envuelven o se rebozan. Pero no se visten. Vestir es un verbo demasiado sutil y delicado como para ponerlo en la misma frase o contexto que una obesa mentira.

El traidor es inconfeso. Por cobarde. Y es que una vez llevado a cabo el acto de traición, jamás se reconocerá ni se asumirá éste. Al contrario: el traidor acaba comulgando con su propia vergüenza y termina convirtiéndola en virtud. De tal forma que en su alma y en su conciencia nada malo ha pasado. Al traidor, que es inconfeso por naturaleza, nada le pesa porque jamás se detiene. El traidor no rumia, no masculla. Deja que su actuación fluya sin meditarla, sin que vuelva, sin pensarla. El traidor es frío y apuñala cuantas veces sean necesarias al corazón, al propio y al ajeno. El traidor inconfeso no late, sólo vive.

El traidor inconfeso acaba siendo un mártir. Víctima de su propia traición y negada ésta, tantas veces como negó San Pedro, se victimiza ante quienes lo acusan de haber sido desleal o indecente.

Que por qué hablo hoy de esto. Pues no lo sé. Me ha venido a la cabeza, porque sí. De manera casi inconsciente. Con la misma inconsciencia con la que el traidor pergeña su fechoría y araña las frágiles paredes del sentir humano.

O quizá, sencillamente, porque esta mañana venía escuchando a Loquillo en el coche y he vuelto a oír la canción "Feo, fuerte y formal", donde dice eso de "si te doy mi palabra, no se romperá".
La mía tampoco. Lo confieso.









martes, 4 de junio de 2013

Decálogo del buen morantista

¿Qué le importa ya a mi pobre y olvidado blog si los pocos, pero muy selectos, lectores que tiene huyen en desbandada tras leer esto?
Hace no muchos días, un amigo me decía que a los blogueros nos puede faltar talento, pero jamás ego. Y es aquí, en estos folios en blanco, virtuales y certeros, donde le damos rienda suelta.
Hoy, a pulso, sin pensarlo mucho, voy a desbocar mi ego para que se regodee, goce y hocique en el morantismo. Nada de lo que aquí quede plasmado será fruto de las cábalas ni el raciocinio, sino todo lo contrario. Está escrito a sangre y corazón. Porque los morantistas no somos de Ponce, somos de Morante.




1. El morantista nunca sale triste después de ver a Morante, aunque la tarde haya sido un escándalo. Un morantista sabe que cada tarde que pasa es una menos que queda para llegar al momento extático, a la cima, al colmo, a la exageración, al delirio, a la locura. A la belleza.

2. Si torea Morante, el morantista no camina: levita. En el trabajo, piensa en Morante, en el coche, piensa en Morante. Y, por supuesto, no va a la plaza vestido como el que va a comprar el pan. No. Un morantista se viste de domingo para ver a Morante. Porque es Morante.

3. Dos o tres días antes de que venga Morante, uno escucha sólo canciones grandilocuentes. Nada de drogas, ni de sexo ni de r'n'r. Nada de grunges decadentes. Nada de cantautores moñas. No, si viene Morante uno pone a toda hostia en el coche la USB de copla que anda por ahí escondida de esos viajes en los que llevas a tu tía al pueblo (literal). Y cuando la pone, se da cuenta de que la copla, si viene Morante, suena épica. Y los arreglos se le antojan una banda sonora mala de película de romanos de los años sesenta. Pero se deja la puta vida cantando por la Piquer... "amante de abril y mayo, moreno de mi pasión"... Y en los semáforos la gente te mira como si estuvieras como una cabra. ¿Y qué más da? Mañana viene Morante.

4. A un buen morantista le pasan cosas importantes cuando torea Morante: o lo besan o lo buscan o lo llaman o lo dejan. O lo seducen o se rinde o se entrega o enloquece o aplaude. O todo a la vez. Y lo riega con vino. Porque torea Morante. Es decir, que tal día como hoy hace un año. Y toreaba Morante.

5. El morantista siempre tiene excusas y argumentos. Si Morante no tiene el día o no la hace o no está o no quiere verlo, seguros estamos de que sus razones tendrá. Y si no las tiene, nos las inventamos. Que para eso somos morantistas y dejamos volar la mente y los sueños.

6. Un morantista es de natural alegre. Y si alguien le nombra a su torero, esboza una sonrisa que a algunos se les antoja tierna y a otros engreída, pero que vale más que mil palabras porque se la provoca Morante.

7. Los fieles al morantismo contamos con detractores, algunos, quizá, por exceso de sesera y otros por defecto. Gente, la mayoría, con tendencia al gris y al enfurruñamiento. Un morantista sabe que será motivo de sornas, que oirá insultos hacia su persona y hacia la de su torero, pero lejos de dejarse arrastrar por esa abulia y ese dolor y ese espanto, se entrega terrible al orgullo morantista, fingiendo sordera o desinterés. O ambas cosas, como hace Morante.

8. A un morantista se le clava un puñal en el pecho cuando lee o escucha "El gordete de La Puebla", "Engordante de La Puebla", "Mangante de La Puebla" y otras palabras de pésimo gusto y nula inspiración. Insultos baratos. Bazofia de mercadillo. Y aunque el morantista tiende a la calma, su espíritu se revuelve virulento contra tales insidias. Vamos, que un Ultrasur mosqueado el día del Alcorconazo no tiene tan mala hostia. Pero el morantista se contiene, da una calada a su puro imaginario y dice para sí "qué más da, si yo soy de Morante".

9. A Morante, cuando no está, se le espera. Y el morantismo no es impedimento para disfrutar de otros goces, otros pases, otras gracias. Que somos también del que la hace, sí, pero cuando la hace Morante, la alegría nos lleva al infarto. Y si uno se tiene que morir, se muere. Qué mejor forma que viendo a Morante.

10. Uno cree en Morante como cuando de niño creía en Melchor y en Gaspar y en Baltasar, como un portador de sueños, como el dueño de la magia, el que se guía por las estrellas, el que busca la luz, el que camina hacia el día. Y ese día llegará. Prometo estar para verlo.


P.D.: Por cierto, Morante, después de las tardecitas que nos estás dando, el próximo día, es decir, mañana, va a ir a verte tu madre. Y YO.

P. D.(2): La foto es del siempre extraordinario Juan Pelegrín.


miércoles, 8 de mayo de 2013

Los lagos color azafrán. O cielo de Madrid



Ayer soñé con un lago de color naranja. Pero no naranja "fanta", sino naranja "cielo de Madrid en una noche de lluvia". Sé que ése no es nombre para un color. O sí. Los nombres encadenan, y las palabras. Creo que ése es el color que Joaquín Sabina define como azafrán en esa canción que dice algo así como "todavía quedan islas con playas color azafrán". Si hay playas así, tienen que ser como mi lago.

Seguro que Freud tendría algo que decir al respecto. O no. Y qué importa. Las etapas freudianas también caducan: ese afán cansino por explicarlo todo y comprenderlo. Esa ansia por justificarlo todo, ese navegar sin rumbo por el mar del inconsciente... Llega un día en el que uno se baja de la barca y simplemente nada desnudo hacia su isla con playa color azafrán. O se deja abrazar en el lago del mismo tono. Sin más explicación ni culpa ni condena. Y manda a la mierda al inconsciente. Al fin y al cabo, en ese gozo color azafrán hay consciencia. Incluso en sueños.

La Bruja de las Palabras estaba delirando de nuevo. O quizá no tanto. A su torreón sombrío se asomaba la primavera. Los campos desolados y grises se violentaban de flores y la humedad de los muros se embebía en los brillos del sol. Su piel blanca y fría quería invadirse de luz. Recorrió de un golpe el cortinón que sellaba su ventana y se dejó acariciar por la vida. Y entendió allí, en la soledad de su castillo, la melancolía del otoño por el que había atravesado. Y sonrió al saber que la melancolía en sí no es mala: es sólo una suerte de tristeza adornada con un ligero vestido de poesía.

La Bruja se despojó del suyo y corrió hacia el lago color azafrán que el fin del invierno le había puesto a los pies de su castillo. Despreocupada y feliz, La Bruja de las Palabras, que ya había saboreado largo tiempo los avernos de la incomprensión, la crueldad y la pena, se abrazaba como una loca a la vida. Y la amaba como ya, por fin, se amaba a sí misma.





jueves, 4 de abril de 2013

La bruja que recobró la luz

Érase una vez una bruja que no sabía quién era. No, la bruja no tenía amnesia, pero tampoco tenía recuerdos. Tenía corazón, pero carecía de latido. Tenía vida, pero le faltaba amor porque hacía meses que había dejado de quererse. La bruja dejó de amarse la primera vez que se traicionó, hacía ya tanto tiempo que había dejado de acordarse.

La tímida primera luz de primavera atravesó tibia la ventana y cayó en su rostro dormido sin contemplaciones. La bruja desperezó su agotado cuerpo y desentumeció sus pies descalzos en el tímido resplandor que el sol dibujaba en el suelo. El espejo devolvió por primera vez en mucho tiempo una mirada limpia en la que se adivinaba el cálido rayo que la bruja tenía dentro y que había estado largo tiempo aletargado, adormecido y callado en el terrible invierno de la soledad, la desesperanza y el olvido.

Guiñó un ojo a su brillante reflejo, perfumó su enhiesto cuello y dejó de nuevo que sus luminosas palabras volvieran a la vida.



"Tu palabra es una lámpara bajo mis pies".


miércoles, 6 de marzo de 2013

De la libertad y otras movidas



Me espanta el miedo a la libertad del ser humano. Los tiranos lo saben y lo conocen mejor que nadie, y de él se aprovechan. Me descojono al ver a la gente llorar a Chávez, al gran líder coreano... Hubo quien lloró cuando murió Franco, y eso que murió de viejo en una cama y habiendo nombrado un sucesor (abro paréntesis: ¿Se puede saber qué coño celebraban las musas y los musos de la Transición? Esto es tema aparte. Necesito otro post).

Me da pánico que, cada vez más, necesitemos la figura del tirano (a veces convertida en el propio Estado) porque no sabemos qué hacer con nuestros caminos. Tiranos dictadores. Tiranos maridos. Tiranas esposas. Tiranos jefes. Tiranos amantes. Y hasta tiranos amigos. Y tirana familia. Sí, la filiación, como la patria, a veces es una tiranía que aplasta la libertad del individuo. Y el individuo sale de una tiranía y se mete en otra. Y busca alguien que, al fin y al cabo, lo guíe. Y es que la libertad es una cosa muy chunga que a veces implica soledad y tristeza y desconcierto.

Nadie como el Quijote reivindicó al individuo, y para hacerlo tuvo que adoptar la pátina de la locura. Siglos después, el individuo sigue queriendo dejar de serlo, fundirse en la grey, aclamar al tirano, llorar al gran líder fallecido –ese falso guerrillero de espuela y machete, el redentor de la revolución bolivariana. Esa pobre mente obsoleta, fundamentada en términos muertos hace tiempo–.

Hay gente que pone la tele para ver a Falete tirarse a la piscina. Y hay gente que directamente pone la FOX o la HBO. Toda la gente es igual de válida, claro. Todas las opiniones sirven, claro. Para eso somos demócratas y democratistas... Bueno, pues eso, que la FOX tiene una serie estupenda que se llama "The walking dead", donde, además de tripas, violencia, sangraza y zombis, aparece la figura del tirano mejor retratada que yo vi en la ficción –televisiva, se entiende. García Márquez y otros ilustres lo hicieron muy bien en la literatura–.

En un panorama apocalíptico, plagado de zombis, emerge una pequeña ciudad llamada Woodbury, un pequeño paraíso dentro del desastre, con jardines, vallas que los zombis no traspasan, fiestas populares e incluso algo de alcohol. Y hasta sexo. Allí puedes ser feliz, claro, siempre y cuando dejes de ser tú y aclames a Philip, un tipo que, aparentemente, es irreprochable. Y se le puede aclamar. Carismático, bien parecido, bondadoso, compasivo, fuerte...
Está tan bien hecho que al verlo comprendí con más facilidad muchísimos capítulos de la historia. Sobre todos los referentes al ejercicio, tan humano y tan repetido, de amor y odio al tirano.

Os recomiendo ver la serie. Si queréis. Si no, libres sois ;)



sábado, 16 de febrero de 2013

Perdiendo el tiempo con La Bruja de las Palabras


El frío y pálido acero atravesaba su pecho: era el recuerdo de su sonrisa.

La Bruja de las Palabras se había rendido. Ya no buscaba razones que explicaran su ausencia. Pero...

...pero ojalá se hubiera quedado más noches. Entonces ella le habría contado por qué a veces los atardeceres rojos le ponen triste.

Si hubieran tenido más mañanas, ella le habría contado por qué lloraba a veces dormida, cuando los sueños castigaban su corazón y su mente devolviéndole una imagen de niña abandonada a su suerte en la desolación de una habitación sin puertas ni ventanas y sin padres que la socorrieran ni abrazaran.

Si la vida les hubiese concedido más paseos, él habría entendido que la mirada de ella estaba atravesada por los poemas de Garcilaso y Juan Ramón. Y que compró cada vestido pensando en él.

Si le hubiese concedido más minutos...

...quizá él ahora sabría por qué a veces la ingenuidad y otras la picardía. Por qué dudó aquel día. Por qué escribió tal verso. Y por qué tanta imperfección, tanto borrón y tanta tinta.

Si no hubiera medido tanto las horas, ni los días.
Tanta fracción. Tanta parcela.
Si el reloj no hubiera pesado tanto...

...quizá habría descubierto que bajo esa maraña de letras y de emociones que era La Bruja de las Palabras había alguna que otra metáfora confundida en la que valía la pena quedarse un rato. Quizá, a veces, el tiempo mejor aprovechado es el que se pierde.




domingo, 10 de febrero de 2013

Ojalá pudiera...

...escribir los versos más tristes esta noche. Pero ni soy Neruda ni sé escribir versos ni sé casi nada.
Sólo soy La Bruja de las Palabras. Y no sé qué hago aquí ni dónde esconderme.

Ojalá que se acabe la palabra precisa.
Pero ni soy Silvio Rodríguez ni suelo acertar con las palabras. Ni con los hechos. Ni con nada.
No sé qué hago aquí, si soy un cúmulo de imperfecciones y pecados.

Ojalá las paredes no retengan tu ruido de camino cansado.
Pero quién soy yo para desear nada ni a nadie, si ya he olvidado la risa. Si no conozco la paz.
No sé qué hago aquí. Yo, que ya no me miro al espejo. Ni soy la más hermosa del reino.

Ojalá que no pueda tocarte mil canciones.
Pero qué voy a cantarte yo si nunca supe. Ni bailar. En todo caso puedo contar, hasta cinco. Poco más.
1. Recuerdo.
2. Olvido.
3. Llanto.
4. Abandono.
5. Frío.



miércoles, 6 de febrero de 2013

No sufras, Prometeo




Lo peor de entregarse al abismo es que el nuevo día recuerda que la oscuridad regresa, como el águila que devoraba cada jornada las entrañas al inmortal Prometeo. Y volvían a salirle. Y el águila volvía a sacárselas. Y así toda la eternidad.
"No sufras, Prometeo". Y toma el don de la inmortalidad para eso, para padecer una condena infinita. Porque hay dolores que sólo culminan con la muerte y a ti no te ha sido concedido ese privilegio.

La Bruja de las Palabras entregó sus insomnes pensamientos de madrugada al pobre Prometeo y se dejó abrazar por la soledad de su lóbrego torreón. Quizá la única manera de sobrevivir al pulso diario es obviarlo. Encerrarse en un castillo cuyas paredes no sean permeables a los sentires ni quereres.

La Bruja, consciente de esa realidad, abrió su pecho, arrancó su corazón y lo arrojó al lodo, pidiendo a los dioses que no le creciera otro. Quería pasar el resto de sus días sin latido, sin risa y sin llanto, como roca o desolado mármol. Odiaba esa terrible víscera hasta llegar a la náusea.

Pero los dioses no conceden a los titanes como Prometeo el privilegio de morirse; ni a las brujas, como la de Las Palabras, el don de vivir sin corazón. Y en apenas unos minutos, la Bruja volvió a sentir la punzada en su pecho.

Su respiración volvía a ser un pálpito afilado que atravesaba su cuerpo desde el pálido cuello hasta el estómago. Un dolor agudo. Macabro.


Vivir para sentir, sentir para sufrir. Sufrir para morir. La eterna rueda. El eterno dolor. El Prometeo que cada uno llevamos dentro.





jueves, 24 de enero de 2013

Las gotas amargas

Y ahora que parece que no puedo estar triste, a veces lloro de manera irremediable. Y sin consuelo. Qué jodido es a veces hacerse escuchar, y entender, y sublimar la amargura de las lágrimas, como de niña.

"No hay que llorar", me repitieron hasta la saciedad. Y yo ya no lloro, salvo cuando lloro de manera irremediable porque llueve o es día 24. Y entonces todos, que lloran cuando quieren porque yo no se lo prohibo, no me miran con ternura, sino con reprobación y regaño. "No hay que llorar", me repiten hasta la saciedad.

Y por eso yo ya no lloro, salvo porque es jueves o hay atasco. Pero no porque esté triste. Porque si lo estuviera, el mundo no lo sabría ni yo lo diría. Total, como no puedo llorar y no sabría contar que estoy triste sin mis lágrimas amargas, prefiero ya no ponerme nunca triste.

"No estés triste, no llores, que te pones fea", me repitieron hasta la saciedad. Como si mi luz fuera la de una bombilla, permanente, fría, impasible. Calculada. ¿Por qué no dejas que mi llama se muestre trémula ante las acometidas del inclemente y doloroso viento?

¿Dejar de ser piedra y adormecerme en la fragilidad de una rosa en una tibia mañana de mayo? Y que las lágrimas sean rocío.



LO FATAL
DICHOSO el árbol, que es apenas sensitivo,
y más la piedra dura porque ésa ya no siente,
pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo
ni mayor pesadumbre que la vida consciente.
Ser, y no saber nada, y ser sin rumbo cierto,
y el temor de haber sido y un futuro terror...
¡Y el espanto seguro de estar mañana muerto,
y sufrir por la vida y por la sombra y por

lo que no conocemos y apenas sospechamos,
y la carne que tienta con sus frescos racimos,
y la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos
y no saber adónde vamos,
ni de dónde venimos!...


Rubén Darío






martes, 15 de enero de 2013

Ni príncipes ni princesas

Me da hasta vergüenza mirar mi blog. Esto es un escándalo. Casi dos meses de abandono, y no sé muy bien a qué es debido. El tiempo no es excusa, ni siquiera las ocupaciones. Decir que no tengo motivación sería mentir hasta dejar a mi pobre moral extenuada.

Ni triste, ni aburrida, ni deprimida, ni abandonada, ni carente de musas. La palabra es... ponedla vosotros.

Escribo sin saber qué voy a decir, ni qué voy a contar. Pero sí sé que necesito escribir para poder verbalizar una sensación extraña que invadió mi sensible pensamiento (no pretendo ser presuntuosa al llamarme sensible. A veces puede ser un problema). O mi sensible espíritu. O mi sensible piel.

La culpa fue del atasco de vuelta de un jueves cualquiera, el pasado. Un CD al azar de la guantera.  "Vestidos de domingo", de La Cabra Mecánica. "Vaya, ¡cuánto tiempo!".




Y la noche cerrada del inclemente invierno se convirtió en una clara trasnochada de mayo. Del 23 de mayo. Y las luces apiñadas de los coches, resignadas, se tornaron alegres y figurados farolillos. Ni niebla ni lluvia ni el incesante goteo de crisis y oscuridad. Calor, días largos. La vida de verdad empieza a partir de las siete de la tarde,  ¡y aún queda sol! Vasos de cerveza en la calle.

La alegre tarde del 23 de mayo habría sido sólo una más si él no se hubiera puesto una camisa blanca ni ella un vestido de colores.

Bullicio a la entrada -¡que viene Morante!-. "Agua fría, agua fría". El humo del puro se envuelve en calor, y acoge y acaricia tardes pasadas. La gloria perdida.

Y al caer la noche, el asfalto se tiende a los pies de 23.000 almas que no han visto ni mucho ni poco, ni todo lo contrario, pero que no se lo habrían perdido por nada del mundo. Ya se sabe: "Por si acaso fuera hoy ese día"... Porque cuando Morante la haga, yo voy a estar.

La camisa blanca y el vestido de colores se buscan y se encuentran. No hay piropos al peinado, ni a los pies desnudos bajo las tiras de cuero de las sandalias. Más bien timideces y rubores. El momento es casi efímero. Apenas se hablan, ya hay mil voces alrededor. Gentes que entran y salen, y que pisan y fuman. Y preguntan. Y dicen. Y no callan. Y no paran. Y al final, su mirada se pierde tras la camisa blanca cuando él se va.

Y el vestido, decaído, ya no cascabelea agitado por la calle Alcalá. Más bien languidece sentado en una acera, mientras piensa: "Pues vaya, y yo que me había almidonado"...

Los demás entran y salen, en un incesante devaneo. Hay solitarios, incomprendidos, románticos, soñadores, amantes, valientes, cobardes, adúlteros, señoras bien que lloran como adolescentes, borrachos, celestinas y donjuanes.

La luz de un taxi refulge a lo lejos y se detiene en la esquina. Los altavoces del coche arrojan a la calidez de la noche las notas atrevidas de una castiza canción: "Y es la falta de amor, la que llena los bares, son tus labios para mí un plato de calamares. Cervecita sin alcohol"...

Sonrió sarcástica por ese capricho musical del destino, apuró la cerveza de un trago y en un santiamén el vestido de colores se aposentaba en el asiento trasero del Dacia Sandero.

"A Carabanchel. No, no se preocupe, no baje la música. No me molesta".

"¿Pero ya te vas?", le gritan desde la acera.

"Sí, no puedo más. Estoy hasta los cojones de arrastrar el vestido, y las sandalias nuevas me están jodiendo los pies".

Y con esa contundente pero poco elegante frase, se despojó del disfraz de frágil princesa y se entregó de nuevo a la realidad, que la mayoría de las veces es mejor que la ficción.

"Mañana nos vemos. Buenas noches. Un besillo o dos", leyó en su móvil mientras se despojaba en casa del dichoso vestido. Sí, es mejor que la ficción. Y los príncipes y las princesas, que se queden en los cuentos.




P.D.: Esto es más o menos lo que se me ocurrió escribir cuando oí el otro día este tema, que llevaba meses sin escuchar. Como todo lo que se escribe, aunque es de inspiración real, que no monárquica, es una interpretación libre de un retazo de realidad que recordé gracias a esta canción. ¿Veis? Me sobran las musas, me falta disciplina. Prometo abandonar este abandono bloguero.