El blog de Luisa Tomás

El blog de Luisa Tomás

lunes, 20 de agosto de 2012

Un cheque en blanco


Lo malo de ser un cheque en blanco es que, a veces, el titular o destinatario, si el cheque es nominativo, simplemente lo emborrona sin más. Luego lo arruga y lo tira a la basura, incluso con displicencia. Sin pensar en los violentos pliegues que ajan su superficie, en los rotos y en el propio golpe: ¡pobre si no rebota en el frío metálico de la papelera y cae al suelo! Porque además de la hostia vienen los pisotones y la mierda, los microbios y la indiferencia de los que pasan por encima. Y contra eso no puedes hacer nada: no puedes obligar a nadie a que baje su mirada y la detenga en ti, insignificancia destruida, pateada y sucia.

Si eres un cheque en blanco, te ofreces generoso y pálido, terso, suave. Inmaculado. Virginal en su ilusión. Y esperas un montón de ceros que recorran con mimo tu piel de papel, y que les sirva de punto –y seguido– tu ombligo. Un cheque en blanco no pide ni exige ni cambia ni busca. Ni siquiera pesa en el bolsillo, no es calderilla ruidosa, vulgar, manoseada.

Un cheque en blanco es un grito libre y puro de valor incalculable. Pero el ser humano no está preparado para un cheque en blanco, quiere dinero contante y sonante, pa las cañas, el pan y el día a día. Saber lo que hay en cada momento, no perderse en un mar limpio de caminos y destinos, de pasados y futuros, de incertidumbres, de risas y duelos. Un cheque en blanco es, en definitiva, un fondo de inversión muy arriesgado para quien está acostumbrado a echar las monedas de cinco céntimos en un bote de conservas Carrefour.

A J. C., de Alicante. Por empatía y amistad. Y porque todo pasa y al final siempre amanece. Pues, por eso, por un millón de amaneceres. Salud y suerte, J.


miércoles, 8 de agosto de 2012

Cuando Sara conoció a Lucas



La primera vez que supo que algún día lo echaría de menos fue cuando lo oyó pronunciar la palabra “fagocitar”. Él era ese tipo de persona de quien ella jamás pensó enamorarse, alguien que habría pasado inadvertido a sus miradas y a sus solitarios pasos.

Lucas dedicaba su vida y su tiempo a la biología. Su aspecto se ajustaba a la perfección al de “científico gafapasta” de las películas que sólo habla de una cosa: biología. Sara, en cambio, llevaba más vida a sus espaldas, incluidos en su currículum varios y vanos intentos de convertirse en la chica del líder del barrio. Sara jamás habría mirado a Lucas, pero, al pronunciar la palabra “fagocitar”, su boca se le antojó caprichosa y dulce, como una palmerita de hojaldre.

Palabras como meiosis, mitosis y la propia “fagocitar” habían desaparecido del vocabulario de Sara desde hacía tres lustros, en el insitituto, donde, sin ser mala estudiante, había despuntado más por la búsqueda de su título: “chica de...”

Ahora, Sara, bien cumplidas las tres décadas, ofrecía una imagen de mujer fría y distante. Y, tras años de haber peleado con el resto de las chicas del barrio para ganar credibilidad, vivía refugiada en una soledad elegida que en absoluto presagiaba la atracción que le despertaba aquel chico de laboratorio en apariencia un tanto tímido, cortés y sensato.

Aquella noche, cuando Lucas dijo “fagocitar”, Sara habría vendido su alma al diablo por verlo perder los papeles al arrancarle el vestido, pero esas maneras comedidas de él le hacían pensar a ella que cualquier insinuación por su parte sería considerada por Lucas una indecencia.

Se fue a casa caminando sola, entre inquieta y satisfecha. La ciudad se abría generosa y cálida bajo sus pies. Y, sobre el ruido de cláxones y autobuses, en su mente palpitaba con fuerza la maldita palabra que sus generosos labios le habían regalado: "fagocitar".

El estómago de Sara era un despropósito de cerveza, pinchos baratos y emociones revueltas y encontradas. Se sentía rara, quizá madura por primera vez después de tantos años. Y, al fin, libre de los dimes y diretes del barrio: no tenía que complacer a nadie, no tenía que imponerse ni demostrar nada. No quería aplausos ni beneplácitos: sólo dejarse arrullar por la plácida mirada enmarcada por esas gafas de pasta. Morder su sonrisa. Oírlo decir "fagocitar".

Un gesto de él le bastaba para ser feliz. Y lo recibió en forma de sms: “Sara, dame una razón para no ir a tu casa y hacer una locura”. “No la tengo. Ven”.




P.D.: En la próxima entrega se ofrecerán a los escasos y selectísimos lectores de este blog los pensamientos de Lucas, sus emociones al conocer a Sara y otras perlas dignas de la psique masculina bajo el título "Cuando Lucas conoció a Sara".

P.D.2: En esta ocasión, Luisa Tomás ha tenido una ayudita, más bien "ayudaza", pero la mente "coautora" de este minirrelato se niega a firmar. Ni siquiera con seudónimo. Qué le vamos a hacer. Ya se sabe: libertad individual, felicidad colectiva. Besillo.