El blog de Luisa Tomás

El blog de Luisa Tomás

miércoles, 28 de noviembre de 2012

Batiburrillo sin corregir y a pelo

Llevo unos días pensando en abandonar lo abstracto y centrarme sólo en lo tangible. Nada de suponer ni esperar, sólo tocar para creer. Como Santo Tomás. Mi fe hace tiempo que dejó de mover montañas y, por creer, creo en Roberto Iniesta y poco más, que al menos no promete. Se presenta como yonqui acabado y dice que todo es una mierda, y resulta que, con sus desgarros y sus verdades, acaba siendo el único que en mí prevalece.

Si yo fuera Artur Mas, me suicidaría. Si yo fuera Mou, me piraría.
Me importa mucho más el segundo que el primero, claro. El segundo entrena a mi equipo. Y el primero, como el 99,9% de la gente que se dedica a la política, me importa una mierda, como diría el Robe.

Ya, llamadme frívola, sí, por aquello de que me importe casi más el partido del sábado que las líneas que traza la inefable política nacional (entiéndase nacional en término literal sin carga política, es decir, nacional de esta nación que se llama España y que es un término abstracto del que, como ya he dicho antes, paso totalmente. Es decir, que tanto me da ser española que conquense que madrileña que de Carabanchel. Que no tengo causa local, por grandioso que lo local pueda llegar a parecerles a algunos que no ven más allá del traje regional y la cocina típica). Espero no tener que volver a explicar que lo afectivo no es una causa política, y que a la tierra sólo nos une el afecto. Y éste es individual y le resulta indiferente al universo. Una pequeñez.

Llamadme frívola, que yo, en mi afán tangible, os diré que soy simplemente una superviviente. No, no se trata de cerrar los ojos a la verdad y consolarse mirando una flor. No. Se trata de que no podemos ponerle al mundo una sonrisa si vivimos en un lugar donde nos dirigen unos tipos que son, a todas luces –que no son muchas–, más tontos que nosotros. Es decir, Artur Mas es gilipollas y chulesco, sí. Y Rajoy es un inculto y un pelele. Zapatero es un iluso acabado. Los  sindicalistas son unos tipos muy desagradables que fuman Ducados en el bar de abajo y son incapaces de decir una frase con contenido real.

Que el diablo se viste de Telecinco, ya lo sabemos. Pero  Telecinco puedes apagarla. A estos imbéciles no.

Pero nuestro mal no es de hoy, ni de esta crisis, ni siquiera de 30 años atrás. Ni de 80. Yo me iría más atrás, y recordaría que Cervantes (que debería tener un día que fuera fiesta universal) murió en la infamia y la pobreza, que su nombre no está escrito en una tumba. Y que hoy, 500 años después, aun no habiendo nacido nadie que lo supere en ingenio, su "Quijote" no es de lectura obligada en los colegios.

Os recuerdo que somos de un lugar que denominó al cruel Fernando VII "el deseado". Y os recuerdo que, mientras en EE.UU. se hacía "Lo que el viento se llevó", aquí nuestros padres veían "Raza".

Que el tipo de "Salvados" sea causa, referente y héroe es aberrante y símbolo inequívoco de decadencia, como nuestro presidente, o como Iñaki Urdangarín. Ah, y Ana Botella alcaldesa. Tócate los perendengues.

Quizá el anónimo autor de nuestro grandioso Poema de Mío Cid diera totalmente en el clavo hace ya 800 años al afirmar aquello de "qué buen vasallo sería si tuviera buen señor". Acertó y no sabía que ocho siglos después iba a mandar en nosotros la misma clase de estúpidos que ya mandaba entonces. Siempre mal dirigidos. Siempre mal gobernados. Bastante bien estamos si analizamos uno por uno los reyezuelos que han metido la zarpa en ese puchero de golosinas llamado poder.

¿Me quedan motivos para tener fe en algo?
Sí, para tener fe en lo tangible.
Llamadme frívola, pero sólo procuro ser práctica: salir hoy de trabajar, hacer algo de ejercicio y tomar un vino. Dormir con la conciencia tranquila después de unas páginas de Lorca, o de Pérez Reverte, o de Javier Marías.
Nada más. Y nada menos.

Y no lo flipéis, no he dejado en ningún momento de ser una romántica: la luna sigue viniendo a la fragua con su polisón de nardos, y hoy –que estará llena– es un emoticono de plata que nunca tiene frío. Me pierdo en el crepúsculo y aún mato por un beso.

Pero dejo el romanticismo abstracto y me centro en el tangible: la grandilocuencia no cabe en el guasap, pero sí la sonrisa.

Y que por qué paso de Mou a Mas y de más a menos, y de Cervantes a la luna... Porque, como bien dijo el Robe cuando terminó de cantar "La Pedrá", que es lo más irreverente que nadie ha cantado jamás en este país de mierda, porque lo "he cantao como me ha salío de los cojones".

Pues eso. Larga vida al rey de Extremadura.



miércoles, 7 de noviembre de 2012

El vigilante nocturno


“Aquí te dejo las llaves. Y un único consejo: no hagas caso al fantasma. ¡Buena suerte!”.
 Javier se tomó a broma el comentario del viejo bedel, que ese día, y con esas palabras, le daba el relevo como guardián y vigilante nocturno del Archivo Histórico. 

El edificio era una imponente mole que se recortaba plomizo y eterno en el horizonte de aquella herrumbrosa y decadente ciudad de provincias. El interior discurría por un otoñal laberinto de pasillos huecos y largos que daban acceso a las salas de lectura, a los diferentes cuartos con los legajos. Los ecos y crujidos de las maderas centenarias –pobladas de carcoma y polvo–, los misteriosos sonidos que nacen del vacío y las soledad, las manchas de humedad y sus caprichosas formas, las miradas muertas de los ilustres pretéritos que protagonizaban los retratos que colgaban de las paredes, los chasquidos eléctricos de los tubos fluorescentes que salpicaban los techos –como arañas gigantes y metálicas– eran la única compañía de Javier en sus largas noches de trabajo. 

En sólo cuatro jornadas, la rutina pareció ser una más de las obligaciones de Javier. Cerrar a las ocho, revisar salas e ir echando llaves, conectar las alarmas, recorrer los pasillos en una última ronda y sentarse frente a una mesa de madera a ver transcurrir la noche entre libros, periódicos y programas de radio a los que llamaban solitarios para llorar sus penas de amor. 

Pero algo turbó la paz de Javier la quinta noche de trabajo. Tras deglutir un sándwich hojeando la sección de Deportes del ABC, el novato guardián bajó la mirada al suelo en busca de la mochila donde tenía medio kilo de mandarinas. Y, para mayor sorpresa de su quebradizo corazón, que a punto estuvo de partirse en dos del infarto, sus ojos se encontraron con unos pies parados frente a él. Un escalofrío recorrió su espalda. Y la callada noche se desgarró con su grito de terror. Tembloroso, alzó su vista hacia la figura masculina que estaba apenas a medio metro de él. Era Julián, el antiguo bedel, su predecesor y quien lo había recomendado, vestido con la misma bata azul, ajada y sucia, con la que se había despedido cinco noches atrás. 

Silenciosa, pálida, la trémula y desdibujada figura del anciano  se llevó el dedo índice a la boca, pidiendo al joven que ahogara su terror. “Shhhhhhhh”, susurró. Y arrastró su andar cansado por la desolada penumbra del pasillo. Justo antes de desaparecer, se  giró hacia Javier. “Ven, sígueme”, le pidió. 

Asustado, apenas sin voluntad, Javier caminó hacia su mentor. 

La policía zanjó el asunto concluyendo que Javier se había suicidado, aunque nadie supo jamás descifrar la nota que apareció junto al cuerpo ahorcado del joven. Ni siquiera parecía su letra: “Te dije que no me hicieras caso. Adiós”.

jueves, 18 de octubre de 2012

Una de otoño


"Tiene siempre el otoño una música nostálgica, una suerte de tristeza. De paisaje que se acaba y muere en calles grises envueltas en melancólicos gabanes. Hay paraguas que regalan lágrimas por los amores perdidos y cafés que arrastran aromas de otros días.  Y en cada rincón murmulla la banda sonora de una película de esas de antes, de las que hacen llorar. Las radios de los coches repiten su letanía apocalíptica en los atascos salpicados de tormenta. A lo lejos, el horizonte se dibuja plomizo, torpe. Como si no quisiera amanecer.

Tiene siempre el otoño esas ciudades que agonizan en mortajas ocres y amarillas. Bostezos dolientes a media tarde que dan paso a una noche temprana y larga, que expande su frío en pálidas sábanas blancas, como de hielo y agua".

Elena seguía envenenando sus pensamientos aquel octubre mientras apuraba un pitillo tras otro frente a su ventana. Nunca se había sentido tan abandonada y sola. Y aquella lluvia empezaba a ahogar su corazón mientras su angustia crecía y se deslizaba abriendo sus poros como un filo de plata.

Y a pocos metros de su casa, Rosa y Samuel habían quedado para degustar sus deliciosas rutinas: un atracón de abrazos y ensalada. En su casa o en la de él, en un restaurante o en cualquier bodega. Los espacios se ponían a sus pies para que ellos se permitieran el lujo de besarse ajenos a la realidad y a las horas. Bajo el mismo paraguas, caminaron hasta encontrar el refugio donde compartirían mantel y secretos en su minúsculo mundo, donde no cabían telediarios ni relojes. Octubre les tendió una mullida alfombra de hojas para abrigar sus pasos, les regaló la lluvia para pasear abrazados y coronó su dicha con una noche extensa, de pieles confundidas, de caricias que se despiertan para proteger el uno el sueño del otro y velar por su descanso –para arropar, para abrirse en hueco entre sus brazos, para posarse en su espalda...– mientras las gotas bendicen la ventana y el asfalto. Y la ciudad transcurre en su devenir sin reparar en su gozo.

Pero la furia de un cielo desbocado y la de Elena crecían a la par. Herida por los celos, Elena deslizaba sus dedos por la frialdad de la navaja que llevaba en el bolsillo. No podía soportarlo. Verlo reír con otra era demasiado para su frágil corazón. Y los siguió hasta la casa de él, la misma en la que ella, meses atrás, también rió y durmió. Y amó. Y soñó. No pudo más. Fuera de sí, se agazapó tras un coche y ahí esperó paciente el momento de sacar la navaja y llevar a cabo su venganza.

El limpio amanecer prometía un día apacible. Como cada mañana, Samuel se marchó a trabajar unos 20 minutos antes que Rosa, que salió un poco después, sola, desprotegida.

Tranquila, se dejó invadir por un suave aroma a pan, uva y calabazas. Rosa se acercó confiada a su coche y, de repente... ¡horror! Las cuatro ruedas estaban pinchadas. El aparatoso aspecto de su modesto utilitario desconcertó a Rosa, que esperó paciente a la grúa mientras hablaba por teléfono con Samuel. “No te preocupes por mí. Cogeré un taxi para ir al trabajo. Qué le vamos a hacer. Una gamberrada así no va a fastidiarme el día”.

No muy lejos de allí, Elena siguió llorando consumida por los celos. Pero al universo, al de todos y a ese mínimo que habían construido los dos, su furia le seguía resultando indiferente.


miércoles, 3 de octubre de 2012

Recuperando historias (otra vez, sí)

Que no escribo una línea ni aunque me maten es algo que resulta obvio, dado el abandono al que estoy sometiendo a este pobre blog. Y no es que no tenga ganas, es que no encuentro el momento de sentarme y contar un cuento. Inventarme un relato o pensar algo sobre lo que quiera o pueda escribir.

Abandonada por las musas, echo la vista atrás, hace exactamente un año, a ver qué escribía yo por entonces. Y qué encuentro. Esto. Qué sensible estaba yo entonces.

Os lo dejo, por si os apetece releerlo. Yo lo he hecho y, aunque lo cambiaría de arriba abajo, he optado por no tocar nada. Las cosas que uno hace ha de aceptarlas como se acepta a la persona amada, como un todo lleno de imperfecciones y virtudes a las que amas por igual.


¿Un bombón?

Harta como estaba de contar calorías, un buen día, decidió montar una pastelería y nombrar sus dulces con recuerdos de sus amores. Las napolitanas de chocolate pasaron a llamarse “besos de Miguel”; las palmeras, “los ojos de Luis”. Y así hasta llegar a los bombones, para los que no halló sustantivo posible.

Cada mañana, antes de que el sol desperezara al día, ella elaboraba sus delicias con mimo. Cada amanecer era un ritual de limpieza, apetecibles olores, claras a punto de nieve y música clásica. El barrio entero se despertaba con la dulzura que desprendía su casa, con un apacible rumor callado que inundaba el viento de azúcar y el otoño de cabello de ángel.

Los niños se peleaban por asomarse a la ventana y verla sacar del horno enormes bandejas de "caricias de Juan" (croasanes). Los hombres se peleaban por verla amasar: entre sus dedos, aquella mezcla deforme de harina y manteca se convertía en delicada seda; una caricia deslizándose por sus manos, tan blancas.

Y así pasaban los días, los inviernos y los años. Y ella seguía impregnando las calles de sabor y los estómagos de dulces e intensos recuerdos bañados de vainilla y azúcar glass. Pero sus pequeñas joyas de chocolate seguían sin tener nombre ni sus noches compañero, más allá de los libros de recetas y algunas soledades compartidas con una copa de vino y películas en blanco y negro.

La ciudad aún dormía y la nieve cubría con su manto las chimeneas la mañana de enero en la que supo cómo se llamarían sus bombones. Con la pulcritud y la parsimonia de siempre, peinó sus canas y cubrió su pelo; anudó su blanquísimo delantal a su delicada cintura, ya sin la firmeza de tiempos pasados (ay, de la juventud efímera –pensó–), y al mirarse al espejo supo que el verdadero bombón de su vida había sido ella misma.

Con su imperturbable belleza, ya ajada pero eterna, y su mirada limpia, abrazó satisfecha su taza de café mientras contemplaba caer los copos al otro lado del cristal antes de abrir su pastelería y regalar al barrio entero decenas y decenas de "Adelas", algunas con pistacho, otras con trufa y otras, las mejores, de chocolate puro: como su corazón. Como ella.


martes, 18 de septiembre de 2012

Amantes en Praga

Para caminar juntos por Praga ni siquiera tuvieron que dejar atrás sus melancolías, sólo cogerse de la mano y abandonarse a una ciudad sin relojes. Desayunaban de noche y dormían de día, después de amarse entre sábanas a las que les arrastraba una lluvia incesante, que todo lo envolvía.

Su minúsculo universo de amantes carecía de pasados. Y el futuro no era más que la puerta del próximo café. Mínimo y recoleto. Pequeñas mesas redondas que acercaban su abrazo.

Almorzaban besos y cenaban poesías que se deslizaban por sus figuras entrelazadas. Hasta que una llamada impía les devolvió a una realidad cruel.

Era la voz de su jefe, que reclamaba la presencia de Rodrigo en el despacho. Otra vez, como tantas mañanas de otoño, Rodrigo estaba dedicando su jornada laboral a soñar que se escapaba con Jimena, a la que apodaba "La Bella" y a la que jamás se atrevió a declarar su amor.

Años después, un lunes de octubre, cuando Jimena se sentó en su mesa de trabajo dispuesta a comenzar su anodina tarea, encontró sorprendida una postal de Praga con una escueta nota: "Siempre pensé que para ser la ciudad perfecta le faltas tú".

Nadie la firmaba. Jimena sonrió y telefoneó a su marido para contarle entre risas la anécdota. Luego la clavó con una chincheta en su corcho, donde fue condenada al olvido entre notas y recortes de periódico y donde cada día Rodrigo la contempla entristecido y la ve ajarse, amarillear y envejecer, como envejece él, pero no su sueño.

Y cada mañana de otoño, cuando la lluvia acompasa sus soledades, Rodrigo se abraza a su taza de café y pierde su marchita mirada en los dibujos que las gotas trazan en los cristales. Y a veces desliza por ellos su dedo índice con los ojos entrecerrados, y esa frialdad inerte se le antoja calidez y tersura.

Y dibuja un corazón en la delicada espalda de Jimena, a la que ve cruzar presurosa la calle y lanzar un beso a su marido, que la despide desde el coche.

Empiezan a sonar teléfonos, la insoportable voz de la secretaria recita su letanía de quejas y "buenos días" fingidos. Y vuelve esa realidad implacable que todo lo aplasta y destruye, excepto su sonrisa, que atraviesa el umbral y llena el día.

lunes, 20 de agosto de 2012

Un cheque en blanco


Lo malo de ser un cheque en blanco es que, a veces, el titular o destinatario, si el cheque es nominativo, simplemente lo emborrona sin más. Luego lo arruga y lo tira a la basura, incluso con displicencia. Sin pensar en los violentos pliegues que ajan su superficie, en los rotos y en el propio golpe: ¡pobre si no rebota en el frío metálico de la papelera y cae al suelo! Porque además de la hostia vienen los pisotones y la mierda, los microbios y la indiferencia de los que pasan por encima. Y contra eso no puedes hacer nada: no puedes obligar a nadie a que baje su mirada y la detenga en ti, insignificancia destruida, pateada y sucia.

Si eres un cheque en blanco, te ofreces generoso y pálido, terso, suave. Inmaculado. Virginal en su ilusión. Y esperas un montón de ceros que recorran con mimo tu piel de papel, y que les sirva de punto –y seguido– tu ombligo. Un cheque en blanco no pide ni exige ni cambia ni busca. Ni siquiera pesa en el bolsillo, no es calderilla ruidosa, vulgar, manoseada.

Un cheque en blanco es un grito libre y puro de valor incalculable. Pero el ser humano no está preparado para un cheque en blanco, quiere dinero contante y sonante, pa las cañas, el pan y el día a día. Saber lo que hay en cada momento, no perderse en un mar limpio de caminos y destinos, de pasados y futuros, de incertidumbres, de risas y duelos. Un cheque en blanco es, en definitiva, un fondo de inversión muy arriesgado para quien está acostumbrado a echar las monedas de cinco céntimos en un bote de conservas Carrefour.

A J. C., de Alicante. Por empatía y amistad. Y porque todo pasa y al final siempre amanece. Pues, por eso, por un millón de amaneceres. Salud y suerte, J.


miércoles, 8 de agosto de 2012

Cuando Sara conoció a Lucas



La primera vez que supo que algún día lo echaría de menos fue cuando lo oyó pronunciar la palabra “fagocitar”. Él era ese tipo de persona de quien ella jamás pensó enamorarse, alguien que habría pasado inadvertido a sus miradas y a sus solitarios pasos.

Lucas dedicaba su vida y su tiempo a la biología. Su aspecto se ajustaba a la perfección al de “científico gafapasta” de las películas que sólo habla de una cosa: biología. Sara, en cambio, llevaba más vida a sus espaldas, incluidos en su currículum varios y vanos intentos de convertirse en la chica del líder del barrio. Sara jamás habría mirado a Lucas, pero, al pronunciar la palabra “fagocitar”, su boca se le antojó caprichosa y dulce, como una palmerita de hojaldre.

Palabras como meiosis, mitosis y la propia “fagocitar” habían desaparecido del vocabulario de Sara desde hacía tres lustros, en el insitituto, donde, sin ser mala estudiante, había despuntado más por la búsqueda de su título: “chica de...”

Ahora, Sara, bien cumplidas las tres décadas, ofrecía una imagen de mujer fría y distante. Y, tras años de haber peleado con el resto de las chicas del barrio para ganar credibilidad, vivía refugiada en una soledad elegida que en absoluto presagiaba la atracción que le despertaba aquel chico de laboratorio en apariencia un tanto tímido, cortés y sensato.

Aquella noche, cuando Lucas dijo “fagocitar”, Sara habría vendido su alma al diablo por verlo perder los papeles al arrancarle el vestido, pero esas maneras comedidas de él le hacían pensar a ella que cualquier insinuación por su parte sería considerada por Lucas una indecencia.

Se fue a casa caminando sola, entre inquieta y satisfecha. La ciudad se abría generosa y cálida bajo sus pies. Y, sobre el ruido de cláxones y autobuses, en su mente palpitaba con fuerza la maldita palabra que sus generosos labios le habían regalado: "fagocitar".

El estómago de Sara era un despropósito de cerveza, pinchos baratos y emociones revueltas y encontradas. Se sentía rara, quizá madura por primera vez después de tantos años. Y, al fin, libre de los dimes y diretes del barrio: no tenía que complacer a nadie, no tenía que imponerse ni demostrar nada. No quería aplausos ni beneplácitos: sólo dejarse arrullar por la plácida mirada enmarcada por esas gafas de pasta. Morder su sonrisa. Oírlo decir "fagocitar".

Un gesto de él le bastaba para ser feliz. Y lo recibió en forma de sms: “Sara, dame una razón para no ir a tu casa y hacer una locura”. “No la tengo. Ven”.




P.D.: En la próxima entrega se ofrecerán a los escasos y selectísimos lectores de este blog los pensamientos de Lucas, sus emociones al conocer a Sara y otras perlas dignas de la psique masculina bajo el título "Cuando Lucas conoció a Sara".

P.D.2: En esta ocasión, Luisa Tomás ha tenido una ayudita, más bien "ayudaza", pero la mente "coautora" de este minirrelato se niega a firmar. Ni siquiera con seudónimo. Qué le vamos a hacer. Ya se sabe: libertad individual, felicidad colectiva. Besillo.

domingo, 22 de julio de 2012

Here I go again

Ningún tropiezo es lo suficientemente profundo como para no volver a emerger. Ningún lunes tiene 48 horas. Nada es eterno, ni siquiera la ausencia. Tampoco la mía, muy a mi pesar, ya que mi pesar a veces quiere desaparecer, hundirse en la oscuridad para huir de sus propios pensamientos.

No nací para no pensar. No nací para no sufrir. No nací para no amar. No nací para no ganar ni tampoco para no perder. No huyo de la verdad ni del duelo. Y en el horizonte de este domingo de calima se cierne un lunes sin agua fresca ni respiro...


O el doliente destino de un cuento al que le habría gustado ser soneto

...Ella un día se prometió ser la reina del exceso, pagarles los taxis de vuelta, dormir a lo largo y ancho de su cama como si no hubiera dios ni mañana, pero esta dueña de un corazón impío rindió sus armas cuando él le puso un cepillo de dientes junto al suyo en el espejo de su baño.

Eso no le gustó ni mucho ni poco. O quizá no lo midió en grado de me gusta o deja de gustarme. Las sensaciones que estos hechos producen no se traducen en un "me gusta" o "ya no me gusta", cual vano estado de Facebook. O quizá fuera para él un gesto sólo cortés, hasta mecánico, un "siéntete cómoda". Los tíos no le dan más vueltas. Pero esa simpleza, el cepillo rosa, iba a producirle dolor a ella algún día. Lo supo en cuanto lo vio. Y acertó.

Las tías tienen la regla física. Se toman un Ibuprofeno y lo llevan. Los tíos tienen una regla emocional: les viene sin pensar, de manera más o menos periódica, antes de que les baje se tiran unos días remolones y esquivos y luego, en tol meollo, no hay un dios que les mire a la cara. Enarbolan banderas ficticias de reivindicación feministamachuna, en plan "mi útero es mío" pero traducido a la testosterona, "mis testículos paren, mis testículos deciden. Por lo tanto, baby, una palabra mía bastará para alegrarte. No esperes más. Si quieres mimos, llama a tu madre. Y bastante es que me digno a existir, yo, que bajo bragas con un chasquido de dedos".

Y ella, decidida a no ser la reina del reproche, se aparta en plan "tío, tu regla es tuya, bastante tengo yo con la mía". Y mientras camina en busca de un bar con amigos que no le pregunten por las lágrimas, se acuerda del puto cepillo de dientes y maldice el día en que supo que aquel gesto acabaría por hacerle daño. Sus pasos cansados recuerdan los acordes de una vieja canción, que suena, agotada, entre ventiladores sucios y tercios de Mahou. Y una sonrisilla adorna su palidez: "Tú tendrás la regla, cabrón. Pero, pa cojones, los míos".

sábado, 30 de junio de 2012

El pájaro azul

Por definición inestable, como la atmósfera. De la risa al llanto sin mediar un soplo. La indefinición me domina. Soy capaz de dejar nacer una lágrima al ver la cara de Iker Casillas antes de la final y luego padecer urticarias por tanta bandera. Y me acuerdo de Extremoduro:

Las banderas de mi casa son la ropa tendía.
En mi casa, las banderas son los pájaros sin amo,
y una chica, qué ligera, salta del bus a la acera.
En mi casa, las banderas son de todos los colores:
son el amor y la lluvia en noches de luna lunera.
En mi casa, las banderas están hechas de agua pura;
son los duendes del parque, que registran las basuras.
Las banderas de mi casa son la ropa tendía.


Feliz y luminosa. Risueña. Pero a veces me miro, y creo que no soy yo. Y me sorprendo llorando mientras conduzco y escucho una canción de Extremoduro:

Se le nota en la voz, por dentro es de colores
Y le sobra el valor que le falta a mis noches
Y se juega la vida...
siempre en causas perdidas
Ojalá que me la encuentre ya entre tantas flores...


Y a veces hasta dejo de escribir y estreno muchos vestidos. Y luego pienso que la vida es una mierda y en ello me mantengo, hasta que alguien se levanta para hacerme un café y ponérmelo en una taza de Heidi y me reconcilia con el mundo. Y el sol vuelve a ser el sol, y el pan sabe a pan y el vino huele a vino. Y aparecen flores de colores en el asfalto. Y escucho a Extremoduro:

Y se desarma la luna
solo con tocarla
se enciende la luz
que hay dentro de la charca
como dos gotas de agua
de distinta nube
que bajan y que suben.

Quedamos cerca del suelo
a la altura de tu cintura...


Pero pasan unos segundos, pongo la radio, escucho el noticiero. Y sé entonces que lo de volar, flotar, cual mariposilla, es para otras. Más ingenuas. Hace tiempo que la inocencia me abandonó. Y, sinceramente, lo agradezco. Y me pongo un tema de Extremoduro:

¿Dónde me escondo? Si no va a salir el sol.
Quizás mañana me sienta mejor.
Nunca estoy solo con nadie
y ahora me cuelgo del aire.
Todo da vueltas menos a mi alrededor
nunca me entiendes cuando te hablo con la voz
no necesito agarrarme creo que puedo congelarme
Ya me levanto que ya no puede ser peor..
.

Pero recibo un mensaje, que incluye una sonrisa. Y vuelve a mecerme el mar en un arrullo silencioso de abrazos que están por darse y que crecen en calor a medida que pasan las horas. Y me acuerdo de Extremoduro:


"Quiero oír alguna canción
que no hable de sandeces y que diga que no sobra el amor"


Y cuando creo que ya he pasado por todos los estados anímicos posibles, va Extremoduro y saca una canción sin título a la que llaman "El pájaro azul" diciendo que no se reconocen en ningún sistema social, ni político, ni religioso... Y yo añado: tampoco me reconozco en un estado emocional permanente. Ni triste ni alegre ni graciosa ni seria ni feliz ni melancólica ni aburrida ni la reina de la fiesta... Y entonces me veo en esta letra, en esta huida a ninguna parte, en un grito callado y sensible. Refugiado en la incomprensión. O en una placentera soledad.

"Mientras la mayoría, más terca cada día, se ocupa de sus cosas, yo pido...
hace tanto que te espero que he perdido la conciencia social,
ya no encuentro agarradero abandonado en esta ausencia global.
Desde que no te veo, concédeme un deseo.
Si no es mucho pedir, yo pido...
libertad para este minero que quiere entrar en ese agujero...
Ardo, te veo pasar y me caliento y ardo.
Y entro a hacer en tus caderas prospección..."



Siempre genial, Roberto Iniesta. Gracias.






viernes, 22 de junio de 2012

Batiburrillo veraniego. Parte I



"A mí no me gusta cocinar. A mí lo que me gusta es escribir relatos", creo que ésa fue ayer mi frase del día. Pero no estoy muy bien de imaginación últimamente. Y tampoco de tiempo (o es que no quiero encontrarlo).
Había pensado calzar hoy aquí un relato de aquellos de la dolorosa y solitaria Bruja de las Palabras, el alter ego más gris de Luisa Tomás, pero tampoco tengo el ánimo para sombras: navego hoy más por océanos de luz.

El otro día, viajando por las carreteras rurales de la Sierra de Cuenca, me invadió de nuevo el Orgullo Pastor. Volví a ser consciente de lo que significa pertenecer a esa selectísima y mínima (por número) estirpe de ganaderos trashumantes. Subía de Cuenca al pueblo y, en aquellas soledades, en aquellos caminos olvidados, al girar, se alza orgullosa la escultura de un pastor. Un imagen altiva, oxidada, una metáfora de lo que el paso del tiempo ha supuesto para esta profesión. Un guardián de los caminos y los bosques, con su morral a cuestas.

La radio insistía en la crisis, la prima de riesgo, en el rescate... Y el pastor permanecía impasible, pues no tiene ni tendrá jamás más que lo que lleva encima. Un pastor trashumante, por tener, no tiene ni tierra. Va donde el pasto le lleva. Camina donde los animales encuentran su alimento. Y así vive, se alimenta y ama. La vereda es su única patria.


Y mientras el mundo navega enloquecido en un bravo vaivén de inestabilidades y economías, el pastor mira resignado al cielo esperando sol o lluvia. Le pueden desposeer de todo porque en realidad no tiene nada: su andar es su camino. Al pastor trashumante ni siquiera le gusta que le llamen ganadero. Él dice de sí mismo que es pastor. Y en esa sencillez se encierra un orgullo a prueba de siglos y gobiernos, de fronteras y de dioses. De quiebras y dolores. Un pastor vive y muere siendo pastor. Que es, en el fondo, ser mucho.

Os lo digo yo, que de SER no sé mucho, pero de SER PASTOR... algo me ha llegao.


martes, 12 de junio de 2012

Sombras tenebrosas (y tanto)




Qué mal rollo da cuando uno sale del cine con la terrible sensación de que lo han timado. Esto me pasó, sin ir más lejos, la semana pasada con "Sombras tenebrosas", de Tim Burton.

Cualquier cosa que tenga un vampiro me resulta sugerente. Una peli de Tim Burton siempre me parece apetecible. Y si sale Johnny Depp, el cóctel, a priori, es irresistible. Si a esto se le suma ese momento de soledad elegida en cine semivacío con medio litro de café guarro del Starbucks... la entrega es total. Pero el resultado muy decepcionante.

Tengo la sensación de que Tim Burton vive de la estética, como una modelo o Karl Lagerfeld. Y que hasta la mismísima Carrie Bradshow, de "Sexo en Nueva York", es a veces más profunda (no hace falta recordar aquella legendaria frase que pronunció mirando a un tipo: "Ya, es como un traje de Chanel. Sabes que no es para ti, pero hay que probarlo". Frivolidad en estado puro, como esta película). Bien, volvamos al asunto.

La película es un disparate. Ya, cualquier vampiro que no sea el original –nuestro adorado Conde Drácula– corre el riesgo de convertirse en un payaso. Y muchos lo hacen. A este vampiro (Barnabas, Johnny Depp) lo convirtió una bruja a la que le fue negado su amor y luego él regresa al futuro, dos siglos después, con lo que esto supone de desfase temporal y de pretendida gracia, que no la tiene. Y ahí está la bruja, disfrazada de mujer fatal, y esperándolo.

No hay sorpresa en el guión, ni alegrías, ni risas, ni penas ni dramas (a pesar del amor perdido, del acantilado, de la muerte...). Sólo hay hermosas imágenes, muy hermosas, algunas recuerdan a las novelas góticas, al cuadro "El caminante sobre el mar de nubes", de Caspar David Friedric –en la imagen–, al tormento romántico. Pero todo es pura cáscara. Luego llega el vacío, del que sólo rescato una elocuente y significativa frase: "Tú no me querías. Sólo querías poseerme". O lo que es lo mismo: no confundas quereres con dominios, controles y posesiones. El mejor amor es el que te hace libre.






miércoles, 30 de mayo de 2012

La duda


La duda es un estado emocional como cualquier otro. Pero jodido. Sí, es un estado emocional. Y hasta más frecuente que la alegría o la pena. A veces, uno simplemente duda. Y duda hasta de si está contento o triste, o sólo jodido. O simplemente dudoso. Y/o viceversa.

La duda camina de la mano de la indecisión. Uno duda y se paraliza.

Y de la inestabilidad, tan pronto estás arriba como abajo. Y no, no hay término medio. Lo único estable cuando dudas es la inestabilidad, que es permanente.


Lo bueno de la duda es que, en su incertidumbre, nos mantiene vivos. Lo malo de la duda es que, si es prolongada, duradera o firme... nos hace perder algunas cosas. Le pasó a Francesca. Acabo de acordarme. Y entre eso, y la falta de tiempo, recupero una entrada de hace unos meses. Es una de esas historias que parten mi dudoso corazón, en el que sólo reside una certeza: "Si lo tienes claro, no lo dudes".


La canción de Robert y Francesca

Cada amanecer era una puerta abierta al recuerdo del que sólo se alejaba a través del trabajo. Desde que él se marchó, los besos sabían a rutina. Y la comida, al pan nuestro de cada día. La vida en aquella alejada y, en otros días, soñada granja de Iowa se convirtió en un suceder de pasos cansados, de soleados atardeceres, de sonidos, zumbidos, silencios y música. Noches y mañanas. Inspirar y expirar. Sístole y diástole. Sin más emoción ni trémula caricia. Primavera, verano, otoño, invierno. Un año, y otro, y un lustro y una década. Y la vejez y la muerte. Y en la mirada, el único brillo de los días que tuvieron juntos. Sus palabras como dagas: "No quiero necesitarte porque no puedo tenerte".

¿Por qué extraño capricho del destino aquel fotógrafo había ido a parar a su remota cotidianidad de madre entregada y esposa fiel? ¿Por qué las flores, y el té y las cervezas y los puentes y un vestido nuevo? ¿Por qué la vida, una vez que parece encauzada y concluida –aunque le queden mil años– se empeña en desviarse hacia caminos imposibles? Francesca no tenía respuesta, sólo una pregunta: ¿Y por qué no? Y una pena: si aquel día volviera a suceder, con la tormenta y el semáforo, y la camioneta y la duda... se habría bajado del coche y habría corrido hacia él.

A Robert se le fue apagando la vida cada vez que soñaba su nombre, con la cruz que ella le regaló abrazada a su pecho. A ella, le fue consumiendo la muerte en cada pequeña cosa, en cada sonrisa, en cada palabra, en cada tristeza. Se desvaneció en su dolor, pesado y gris, como una lágrima, como la lluvia, como aquel día. El último.

En las cálidas noches de verano, cuando las luciérnagas sobrevuelan los puentes que un día se tendieron a sus pies y ella temió cruzar, el eco de su amor resuena emocionado en un susurro que arrastra el aire. Una radio suspira un jazz, tristón, sensual y emocionado. Y en la barra de madera de un bar lejano, en cualquier rincón del mundo, alguien que conoce su historia, alza su vaso y brinda por ellos, por Robert y Francesca, por "las noches antiguas y la música lejana".



P.D.: Película mental que acabo de montarme partiendo de la extraordinaria película real de Clint Eastwood "Los puentes de Madison", que él protagoniza junto a Meryl Streep. Uno de mis grandes títulos, de mis pilares y mis referentes. No puedo evitar pensar qué se le pasaría a la pobre Francesca por la cabeza cuando decidió no irse con Robert. Cosas que pasan. Grandes amores que, aunque no concluyen, hacen del mundo algo mejor, puesto que en el éter palpitan. Estoy convencida.

jueves, 17 de mayo de 2012

La prima de riesgo. What A Wonderful World

El verano de 2012 se presentaba un tanto aciago. Aunque había terminado el curso con unas notas para enmarcar, el paro de su padre y la congelación del sueldo de su madre impedían que Roberto viajara por vacaciones a Estambul, tal como le había sido prometido al cumplir los 16. "Hijo, vendrán tiempos mejores", dijo su padre. Y se abrió otra cerveza.

El calor de Madrid en pleno agosto no ofrecía tregua. El asfalto fundía cada paso y la rutina dirigía sus pies de la biblioteca a la piscina municipal y desde allí al puesto de helados y luego a casa: largas noches de insomnio y sudor. A su ventana llegaban ecos de petardos y cohetes, agua, azucarillos y calimocho de la verbena de la Paloma. Un mosquito, que a él se le antojó gigante, se empeñó en estropearle la lectura. Cerró la novela. Se aburría.

"Hijo, papá y yo hemos pensado que te vayas unos días al pueblo, con los abuelos. Están también tus tíos. Allí, lo pasarás bien y podrás descansar, bañarte en el río. Y, sobre todo, dormir".

El viaje en autobús supuso un amasijo de sentimientos encontrados. Tenía un nudo en el estómago que intentaba paliar con Coca-Cola y patatas fritas mientras devoraba el paisaje a través de la ventana. Se sentía libre: viajaba solo. Pero la realidad le devolvía una verdad aplastante: viajaba solo, pero a 220 km de casa para irse a un pueblo de 700 habitantes donde lo más divertido que pasaba es que el autobús de línea, en el que él iba, llegara a la plaza y de él se bajaran tres o cuatro "forasteros".

Roberto no podía decir que el autobús fuera lo más cómodo o moderno del mundo, pero la sensación del sol atravesando el cristal y chocando contra el chorro del aire acondicionado que caía sobre su cabeza le producía cierto placer. En su iPod sonaban los Ramones y, al agacharse para coger otra Coca-Cola de la mochila, su vista se desvió hacia unas piernas blancas y jóvenes, de suave vello rubio, que estaban justo al otro lado del pasillo, en el asiento paralelo al suyo.

El sudor invadió su cuerpo y un cálido rubor pobló sus púberes mejillas, víctimas de un afeitado cruel y despiadado, precipitado, prematuro e inconsciente. Sus ojos recorrieron aquel regalo de la naturaleza de abajo hacia arriba, hasta el sutil límite de unos vaqueros deshilachados y cortados, no sin picardía, al filo de las ingles. La curiosidad pudo más que la timidez y Roberto ascendió el talle y el desafiante  e inocente pecho de la muchacha. Su camiseta caía sobre el hombro izquierdo y dejaba al descubierto los tirantes de su sujetador. Recorrió ansioso su cuello, su barbilla, su melena pelirroja, las pecas de las mejillas...

El corazón de Roberto dejó de realizar movimientos ordenados para convertirse en una locomotora desbocada, precipitada hacia el abismo.

La chica, al saberse contemplada, devolvió al muchacho una amplia sonrisa decorada con brackets y una invitación a sentarse en el asiento de al lado que él aceptó en silencio, con una mezcla de resignación, alegría y "ay, madre, no me lo creo".

Y allí, en aquel autobús que viajaba a  algún pueblo perdido de provincias, Roberto recibió su primer beso, que era algo así como una torpeza detrás de otra y un jaleo infatigable de respiración, ahogo y suspiros.

"Hemos llegado", dijo el inoportuno conductor. El muchacho recogió con premura sus cosas y bajó a la plaza del pueblo atolondrado. Sus abuelos se lo comieron a besos. Su tía gritó y lo abrazó y lo aplastó contra su pecho. Su tío, más serio, le tendió la mano: "Qué tal, hijo. Bienvenido. Aquí estarás bien. Mira, ésta es tu prima, Elena. Va a quedarse también dos semanas, como tú, para que no te aburras. Tendrás que echarle una mano en los estudios. Le han quedado dos".

Al verla sonreír y fingir que no lo conocía de nada, Roberto no tuvo más remedio que desmayarse, a mayor gloria del clamor popular y de los parroquianos congregados a la puerta del bar de la plaza.

Cuando despertó, ya estaba en la apacible y fresca habitación de sus abuelos. Una sonrisa metálica, rodeada de pecas, le llevaba un vaso de leche fría de las vacas del abuelo. Elena se sentó en la cama, junto a él, y recorrió con su dedo índice los mudos labios del joven: "Te has desmayado por el cansancio del viaje y el calor. O los nervios. No te preocupes, lo vamos a pasar bien. Confía en mí: soy tu prima".




martes, 8 de mayo de 2012

Batiburrillo de martes


Hubo un día en el que, sin pedir opinión a sus pobladores, el mundo se tiñó las canas de gris. Aplastados por la pesada cumbre, por el otoñal sombrero, los seres de a pie, nosotros, decidimos agachar la cabeza y asumir que el color es cosa del pasado, de un esplendor caduco.

Y las televisiones, los libros y las canciones se llenaron de lágrimas y nostalgias,  de cosas de andar por casa, ofreciendo el consuelo de la cotidianidad, del recuerdo, del "cualquier tiempo pasado...", de la cocina de la abuela, los chascarrillos del Cuéntame...  No soy dada a la tele –sólo veo series, muchas, y la mayoría online. Ninguna española, dicho sea de paso–, pero la salud me ha tenido castigada un par de días y he dado unas vueltas al mando: anuncios de hogar y para el hogar, familias que sonríen y un resurgir de las viejas glorias: Tony Leblanc, Gila... y hasta un movimiento de cómicos que traen ahora, al año 2012, las risas de entonces, de los ochenta.

Cada tiempo tiene sus miserias. Y ha de tener sus gracias. Una sociedad que mira al pasado es una sociedad deprimida. Seguro que todos tenemos cerca a alguien que habla continuamente de su infancia, de su vida hace 20 años... Y la actual, ¿qué? ¿Dónde está? ¿Me cuentas qué haces hoy? ¿O qué tienes previsto hacer mañana? ¿Qué hiciste el fin de semana pasado? ¿El nombre de la última persona a la que has besado? El regodeo en el pasado es un síntoma claro: no hay presente. No hablemos ya de futuro, no, que es algo impreciso e incierto.

Odio esta sensación general de "me apaño como hacíamos entonces". O "me acuerdo yo cuando...". Paso, paso. Me niego a vivir sin presente.

Y si busco un esplendor pasado me voy de cabeza al cine clásico. Es lo único en blanco y negro que me interesa (y no quiero ningún antimadridista –no quiero señalar a nadie– recordando nuestras cinco Copas de Europa en blanco y negro :)). Pero ni siquiera el cine me dio tregua ayer, ya que me dio el que pensar (¡menuda novedad!). Empecé a ver un documental de Marilyn. Y después "Niágara".  Y cada día soy más consciente de que Marilyn es el tipo de mujer que deploro.  Entono el "mea culpa": bolsos, cuadros, pósters... Sí, Marilyn anda por casa como si fuera la suya, porque Marilyn también es cine. Y adoro el cine. Pero hablo de la Marilyn mujer, no la soporto.

Va de "pobrecita-sexy". Y no se puede ir así por la vida. Va de "mírame, estoy buena, pero doy lástima. Tengo los ojos tristes y te suplico que me quieras. Soy sexy y necesito compasión. Soy sexy y doy pena, pero sin dejar de exhibir mis redondeces". No me gusta, lo siento. Me va más Rita Hayworth. Rita dice: "Soy sexy y me da pena que me mires porque te voy a devorar. Partiré tu corazón en pedazos y se lo arrojaré a los perros. Y si muestro mis redondeces es porque me da la gana".

También prefiero la belleza de Rita Hayworth. Y la de Katharine Hepburn, por ir a otro extremo. Incluso la delicadeza de Audrey o lo etéreo de Grace Kelly. O la mirada pérfida e implacable de Lauren Bacall. Y sí, Marilyn es un icono. Pero es sólo eso: imagen.

Dicen de ella que era tremendamente lista. No se le nota: era totalmente dependiente de los hombres. Que era tremendamente guapa. Es verdad. Aunque Norma Jean no tenía tanto poder sexual. Conquistaba ofreciendo sexo con el gesto, con el peinado, con la voz, con la boca. No era una mujer de armas tomar. No mordía, ni siquiera arañaba. En cambio, Rita Hayworth era toda una vampiresa. ¡Pobre del que cayera entre sus colmillos! Marilyn era una mujer a la que todo el mundo utilizó. Y si no la utilizaban, se sentía más inservible y desgraciada. Su valor era ése: que podías usarla. Y cuando no la usaban, no tenía nada. Y se deprimía, ¡pobre!

Alguien así no podía envejecer. Su vida era su físico. No soportaría que el espejo le devolviera arrugas ni patas de gallo. Su belleza era su consuelo, su única arma.
Marilyn, yo te habría pagado un psicoanalista. Y habrías pasado de los 36. Seguro.

Ahora, eres carne de póster, protagonista de algunas películas geniales y una mujer cuyos ojos inspiran pena. No ternura. Pena. Y la pena es algo demasiado triste. Y yo no estoy pa tristezas.
Prefiero a esta pájara.

jueves, 26 de abril de 2012

Todo pasa. Mucho queda


La vida sigue y la gente pasa. Es un hecho. Hay quien permanece y otros cuyo recuerdo se diluye como un insípido café soluble. Lo único bueno que tienen las despedidas es que son como un día de lluvia: melancólicas y hermosas. Hay algo de lo poético cada vez que uno dice adiós.

En este camino que llevo andando durante tres décadas y pico, he encontrado apacibles sombras y oasis, agrestes montañas, sedientos páramos, majestuosos corazones, sugerentes playas y refrescantes ríos. Sin haber dejado demasiados cadáveres a mi paso pero sí alguna huella en algunos pechos que cometieron la locura de quererme, he hallado un nutrido grupo de amigos y algún enemigo exacerbado que no soporta mis –según dicen– aires altaneros y esta cierta tendencia a la ironía y a soltar las verdades según se asoman a la lengua. Escupiendo realidad.

Y en ese nutrido de amigos que soportan estos mases y estos menos, siempre hay alguien que se las arregla para ir excavando, queriendo o sin querer, una abrigada cueva en la parte más innacesible y honda de ese músculo que baila al son de una sístole y una diástole que hoy laten agónicas entregadas a la tristeza de un vals que suena a distancia y adiós.

Sé que ahora que te alejas, amigo, hacia lugares que yo no transito y donde no tengo cabida, te llevas de mí algo más que el deseo sincero de que te vaya lo mejor posible y el recuerdo de una mujer –y me conociste siendo una adolescente, cómo pasa el tiempo– que escribía un tanto cursi y lloró como una cría cuando el Madrid cayó en semifinales aquella noche de abril donde tantas emociones se mezclaron y humedecieron entre lágrimas y pintas de cerveza.

En tu bar he aporreado tristezas y sacudido frustraciones, he querido y odiado. Reído y discutido. Y sobre todo he encontrado calor en días en los que el frío amenazaba con helarme el alma. Tu compañía y comprensión me hicieron olvidar jornadas laborables horribles, derrotas y los pequeños fracasos cotidianos. Sí, la vida sigue. Y, fíjate, el bar también, pero sin tu mirada.

Sé que ahora no te veré. Quizá incluso pasen meses sin saber de ti; el teléfono no se inventó para gente como tú. Pero yo seguiré aquí si un día necesitas un cable a tierra.

Hay quien dice que todo se olvida. Yo sé que no. Nunca caerás en el olvido porque tú nunca serás un recuerdo. Caminas conmigo, a miles de kilómetros, pero a mi lado, en la cueva que tan hondo, y en silencio, cavaste en mi corazón tan blanco (a tu pesar).

lunes, 16 de abril de 2012

Sobre príncipes y otros cuentos


Si Aragorn hubiera sido mi rey, lo habría seguido hasta el final. Sin dudas ni más explicaciones. Así son las cosas.

Dicho esto y lejos de todo tipo de fantasía (literaria, se entiende), todos sabemos que, desde la Ilustración, los reyes –más allá de los de Oriente el 6 de enero– no tienen razón de serlo, pues claro queda que no lo son por voluntad divina. Destruido el principio que durante tanto tiempo los mantuvo en el trono, no digo más. Ni falta que me hace.

Superados aquellos traumas medievales, quedó en nuestras vidas la dañina y residual figura del príncipe azul, aquel personajillo pijo y afeminado que Disney sigue alimentando y que tanta frustración, ansiedad, desengaño y dolor ha provocado en las almas femeninas más cándidas. ¡Oh de la pobre "infelice" que alimente sus sueños románticos con tan engañoso galán!

Sí, la figura del príncipe azul es, en resumen, una mierda, pero si queréis que sea menos concisa diré de él que por su culpa hay lista de espera en la consulta del psicoanalista, pues no se nos escapa que representa todo aquello que luego no pasa. Es decir, mujeres del mundo, por si no lo sabíais, cuando tienes una edad NO viene un tío bueno a librarte de tus miserias y a quitarte de trabajar. No. Y eso no pasa, por guapa que seas. Si tienes miserias, camina con ellas con la mayor dignidad posible. No hay más. Si encuentras compañero para reírte por el camino y darte algún homenaje, bien. Si no, pues ríete sola –si sabes, que no es fácil– y homenajéate ídem.

Bien, con estas bases reivindico una preciosa película donde el príncipe azul es un tío bastante oscuro; el malvado pirata, además de bandido, un tío bueno –a ver si queda claro, no nos gustan los príncipes con ese pelo que parece el molde de una magdalena, preferimos un pirata con coleta–; la princesa no es tal; el rey es un viejo que chochea (sin querer señalar a nadie); el sabio es tonto... Que qué peli es: "La princesa prometida" , de Rob Reiner (1987).

"La princesa prometida" es más que una peli: forma parte del guión de nuestras vidas, de la mía y de la de mi familia. Todo el mundo la ha visto 82.500 veces, nos sabemos los diálogos, adoramos la banda sonora (de Mark Knopfler) y odiamos al príncipe Humperdinck. La historia es básica y sencilla: campesina se enamora de campesino, él se va a hacer fortuna, lo dan por muerto, y Humperdinck, haciendo uso del derecho de pernada, decide casarse con Buttercup, pues así se llama la muchacha (Robin Wright). Que qué pasa entonces: hay un español buscando venganza: el famosísimo Íñigo Montoya, el misterioso pirata Roberts, un gigante bonachón, un malvado conde, dos países a punto de guerrear por una cuestión fronteriza, los acantilados de la locura, la fosa de la desesperación, el pantano de fuego... y una asustadiza falsa princesa suspirando por su adorado Westley (Cary Elwes). Y si a eso le sumamos esgrima, brujas, milagreros, mucho sentido del humor y escenarios rezumando aroma a cartón-piedra (pero de manera premeditada), el resultado no es el típico y absurdo cuento de hadas, sino una entretenida historia de amor y aventuras, donde ganan los valientes y se ridiculiza a los cobardes.

Y es que el amor requiere valentía. "Cualquiera que diga lo contrario miente", dice el pirata Roberts.
Detrás de una gran historia de amor siempre hay un acto heroico. Y este príncipe no lo es: "Sois un cobarde con el corazón lleno de miedo", le regala Buttercup. "Dejadlo que viva a solas con su cobardía".
Y ésta, una de las mejores:
-Os creéis muy valiente, ¿verdad, princesa Buttercup?
-Depende de con quién me compare.

Pues eso, que si os atrevéis (no lo dudo), os animo a verla. Es mucho más que un buen rato. Es amor, honor, venganza, valor y muerte. Una de esas historias que te alejan de los periódicos y la vida diaria, del estrés y del ruido. "No es el típico, corriente, cotidiano, vulgar y mediocre cuento de hadas". Y esto, como el amor, no es una opinión, es un hecho.


miércoles, 28 de marzo de 2012

Pedro, el de la grada del 4


Madrid, 25 de marzo de 2012.
El día se olvida de la pertinaz sequía y de la insistente crisis y se empeña en desperezarse alegre, cual amante enamorado. Y se deja acariciar, remolón, por los primeros rayos, aún abrazado a la tibieza y la blancura de la almohada. El cambio de hora confunde al café y olvida el almuerzo. Y rápido, como si atracara al tiempo, el reloj del salón marca las cuatro: hay que prepararse e irse. La lista de cosas parece interminable: un gorro pal sol, las gafas, los prismáticos, una botella de agua, las almohadillas, un fular por si refresca...

Las paradas de metro previas a la plaza son un desfile de gentes conocidas aunque jamás te hayas cruzado con ellas: el abuelo con su visera de propaganda, el señor con el sombrerito al lado, la pija de los tacones, el padre de 50 con el niño de trece, la anciana pizpireta, un malote repeinao, la chavalita del piercing... Las palabras que cruzan el aire espeso del vagón y se confunden con su silbido metálico hablan de próximos carteles y de pasadas figuras. Hay reencuentros, saludos, cierto pesimismo alimentado por la insistente idea de que esto se acaba... Y una alegría inexplicable, un pellizco en el estómago que crece al salir a la explanada de la plaza: "Tickets, tickets, tengo tickets", dice un reventa por si cuela algún guiri. Alemanes achicharrados. "Agua fría, agua fría", grita la del puesto de chuches. Sombreros, boinas, cola en las taquillas, el humo de un habano. ¡Vamos a los toros!

Café. Copa. El novillerito que se deja caer por los bares. Los pavos que piensan que si se disfrazan de Morante van a ligar más. Asquete de prototipos con camisa rosa. Un viejete disfrazado de mayoral que va hacia El Puerta Grande. Esto es así. Nadie dijo que fuera perfecto. Pero es. Y es de verdad.

Mucho cemento: no es un día de feria. Pero hay que echar los clisos a la afición. Que qué son los clisos: los prismáticos. Bueno, los ojos, pero nosotros lo hacemos extensivo a los prismáticos. Y empezamos a repasar los tendidos y las gradas. "Está uno y el otro. Y el gorrilla que nos acomodaba el año pasao ahora está en la bocana del cuatro bajo, ¿lo ves?".
-¿Y el bombero?
-¿Qué bombero? Aquí no hay bomberos.
-Joder, el gorrilla que estaba bueno, que era bombero.
-Aquí se flipa. No hay nadie que esté bueno. En la grada del tres están los yonquis, por si te interesa, igual que el año pasado de acartonaos. Y en la grada del cuatro están los viejecetes: Pepe y Pedro.

La tarde transcurre anodina. Aburrida. Nada que destacar. Tan poco pasó en el ruedo que el entretenimiento estaba en la grada y en la salida. Con Pepe y Pedro.

En el abandono parsimonioso de su grada se han encontrado un tropiezo: nosotras. "Hemos venido a esperarlos". Sonríen. Les alegra vernos. No lo pueden disimular.

El primero es un señor de unos 70, culto. Su currículum está repleto de tesis y libros sobre lenguaje taurino. Lleva gorro para el sol y gafas de intelectual. Andares de tipo sencillo. De buen tipo. Pero Pedro... Pedro es harina de otro costal.

Pedro saluda con un sonrisa que engancha. Lleva chaqueta de lana sobre jersey de lana y sobre camisa de cuadros. Gorra. ¡Y deportivas! Sí señor. Unas tenis de toda la vida, con las que baja y sube las escaleras de la plaza que da gloria. Es un anciano adorable, de ojos vivos y cierto poso de pena por lo ya vivido, por la esposa y el hijo muertos, por las soledades. Pero nada parece acobardar a Pedro. Sus manos regordetas sujetan una bolsa de plástico, de las de supermercado, donde lleva su almohadilla y el programa de mano de la tarde. Desprende ternura.

-¿Una caña?
-Pues claro, majas. ¿Dónde vais? ¿Al Wanini? (Así es como Pepe llama al Waniku –se esfuerza, pero no lo consigue–, un bar de los que esperan a la salida de los toros, con sus cañas bien tirás y las bandejas de aperititvos rodando por la barra).

La calle es un trasiego de gente que comenta, que ríe y se enfada con el ganao y con los novilleros, pero que se alegra de estar ahí. Y Pedro, con sus deportivas, esquiva a guiris y nacionales. Y, si se para, no es por cansancio. Es porque le encanta hablar: "Yo no me resfrío nunca, ¿sabes, maja? Y voy a hacer 87 años el día de antes de San Isidro. Y no me resfrío porque como mucha fruta. Yo es que nací en una frutería de Madrid, ¿sabes? Mi madre es que era frutera. Huy, le servíamos a la Casa de Alba. Y a Jacobo yo lo veía salir y entrar tos los días con su caballo, y yo con mi fruta. Y no se le daba bien, porque al volver, el caballo se paraba en la puerta de nuestra frutería, y por más que le decía, el caballo no se movía hasta que yo no le daba una zanahoria.... Nunca me las pagó". Y Pedro sonríe. Y te golpea suavemente el brazo, cómplice, como diciendo: "Pa que te fíes de las altas alcurnias"...

Pepe tiene la fecha exacta. La palabra precisa. Sabe de encastes, de quién compró un toro a quién. Tiene datos. La tauromaquia para él es como la literatura: una necesidad y un placer. Pedro... Pedro es otra cosa. Pedro enciende sus ojillos vivarachos y cuenta que de niño vio torear a Rafael El Gallo, a Belmonte y a Manolete. Cuando lo cuenta desprende un halo de sencillo orgullo. Le gusta que nos guste escucharlo. Y merece un halago. Se lo damos. Y se contenta. Y nervioso, dice: "Espera, mira lo que tengo". Y registra su bolsa de plástico. Saca una cartera ajada, llena de papeles, que sujeta con una goma de las de toda la vida, de Correos. Y enseña una tarjeta de visita. "Mira, es de un periodista francés que me quiere llevar a la tele porque dice que poca gente viva ha visto lo que yo". Y la guarda satisfecho en su bolsa de plástico.

Pienso que tiene razón. A sus 87, poca gente viva ha visto lo que él: desde El Gallo hasta las orejas al lobo.

Pedro quiere charlar y charlar.
-Y con to lo que ha visto usted, Pedro, ¿cuál es su torero favorito de los vivos?
-El Cid.
No duda. No titubea ni pone peros. No dice El Cid de hace unos años. No dice El Cid de las puertas grandes. Dice El Cid porque le da igual que ya sólo sea la sombra de lo que fue. Porque El Cid es uno de esos nombres que le han hecho feliz.


Pedro se bebe las cañas a una velocidad que me mata. Y, además de comer mucha fruta, arrasa con los pinchos de chorizo y de lacón y entre bocado y bocado dice contento que en la plaza este año han puesto grifos de Mahou en los bares, pa tomar una caña las tardes de calor. Adoro su sencillez y la enorme felicidad que siente por las cosas.

Pepe es más medido. Y comenta: "Un día, cuando estemos metíos en feria, os venís a mi casa –nos dice a mi hermana y a mí– a ver a Manuela –su mujer, exprofesora de literatura de mi hermana– y a ver mi biblioteca. Tengo primeras ediciones de Calderón. Y algo de Lope. No es mucho, pero"... Lo dice con modestia y generosidad: quiere compartir el gozo de ver una primera edición de Calderón de la Barca. Y mi hermana y yo nos miramos: morimos y matamos por tocar esa maravilla.

Pero Pedro, que no da tregua al plato de chorizo y no quiere quedarse colgado en la conversación, apura la caña, sonríe con esa carilla de ratoncito regordete y dice: "Yo no tengo de esas cosas, pero tengo en mi casa tos los números de la revista Aplausos desde 1985".
Se calla, esperando un comentario, pero no da tiempo a que nadie diga nada: "Claro, como estoy solo... –baja la vista, como mirando el vaso vacío– guardo to lo que quiero".
Su sonrisa entusiasta acaba de tragarse un puñado de pena.
Y yo, un montón de lágrimas.

-"Pedro, ¿quiere otra caña?".
-No, majas, no. A otro día. ¿Venís el Domingo de Ramos?
-Sí, claro.
-Ésa puede estar bien.

Los vemos partir hacia la Calle Alcalá tranquilos, charlatanes. Pedro menea al caminar su bolsa de plástico. La plaza de Las Ventas los contempla altiva; los ha visto crecer, aplaudir, sufrir, reír y envejecer. Año a año. Década a década.
Ellos se irán y ella permanecerá, imperecedera, construida sobre tardes de gloria y de fracaso, de emoción o aburrimiento. Y si la vejez no les roba la memoria, ella vivirá siempre en ellos, como una de esas novias que no se olvidan y cuyo aroma regresa, renovado, cada primavera.



P.D.: Pedro, esta foto de Juan Pelegrín va por ti. Si El Cid te conociera... ¡te regalaba un par de naturales!

martes, 20 de marzo de 2012

Venciendo a la inercia de Tánatos


A veces tengo la sensación de que acabaré volviéndome loca.

No soy dada a pensar que la vida es poco o nada, más bien lo contrario. Amo tanto, tanto la vida... que de ti me enamoré (cantaba Ismael Serrano). No, ya en serio. Me gusta la vida en general. Y en particular, la mía. Que es, al fin y al cabo, la que he elegido. Sí, ya sé que con la que está cayendo hay que decir aquello de "vivo como y donde puedo". Sí, es verdad, pero eso, bien pensado, desde el fondo del alma, no deja de ser una elección. Afortunadamente.

Y no, no es que uno, en sus soledades, piense: "Quiero la vida de Victoria Beckham –por sus bolsos, su cuenta bancaria y su marido, por este orden (me encanta frivolizar premeditada y provocativamente. Por joder, ya sabéis–)". No, es que quiero seguir pensando que somos los únicos dueños de nuestro destino, capitanes de nuestra alma.

Ya hablé en su día (esto de citarse a uno mismo queda pedante y odioso, pero me la pela) de que el individuo puede vencer a las circunstancias o que puede dar lo mejor de sí en las condiciones más adversas.

Y recordé a Cervantes, claro. Y ahora un amigo me ha pasado la serie que RTVE hizo sobre EL escritor (y pongo ese EL porque creo que no hay ni habrá otro, los demás son UN, con permiso de Shakespeare, Marías, Vargas Llosa y otros que, aunque brillantes, no alcanzan su hondura). La serie, aunque acusa el paso del tiempo por la estética televisiva de aquellos años –1981–, está magníficamente documentada y tiene momentos llenos de emoción. Por lo que hay que olvidarse de la estética y de algunas interpretaciones (horroroso Imanol Arias) y centrarse en el guión, que es soberbio, ya que, sin caer en lo obvio, va mostrando la evolución del pensamiento cervantino y el desarrollo de su personalidad partiendo del soldado fiel, defensor del imperio, al hombre desencantado, que ha pasado por cautiverios e injustas prisiones, que ha visto caer los principios de la patria que amó, que ha visto pervertirse al rey que defendió y morir de hambre al pueblo por el que luchó. Es entonces cuando nace el Cervantes cuya pluma nos envenena. Y nace con una sola frase en la serie: "No tengo más principios que los que me dice mi conciencia". Ah. Ahí hemos llegado, don Miguel. Ni yo tampoco. Y eso se lo debo, en parte, a usted.

Y ahora me enredaría en una entrada sin final sobre el individualismo y El Quijote, el Renacimiento y la libertad, sobre Felipe II y los principios del imperio, sobre cómo marca la obra de Cervantes su propia vida, sobre su condición de hombre de fe, cristiano viejo puesto en dudas, sobre sus amores prohibidos (nada alimenta más las pasiones que aquello que nos es negado), sobre don Juan de Austria, Erasmo de Roterdam... Y un sinfín de cosas que se me amontonan en esta mente caótica y amenazan, otra vez, con volverme loca (ése era el motivo de esta entrada, ¿no?).

Me motiva enormemente la capacidad de Cervantes de hacer tanto bueno en un entorno tan malo (escribió El Quijote en prisión). Eso me hace pensar, que, además de estar "tocado", es decir, poseído por el "enthusiasmos", era plenamente consciente de que la vida también es dolor ("La vida es dolor alteza, y el que diga lo contrario miente", El dulce Westley en "La princesa prometida". Y esta peli la dejo pa otro día). Por eso no desesperó en Argel ni se ahorcó en la cárcel ni se entregó al desánimo cuando no querían sus comedias (que pa consumir ya estaba Lope). Consciente de que la vida es dolor y es gozo, aprovechó sus días para saber lo que sabía: escribir.

En la caída de la España imperial, florecieron Lope, Cervantes, Góngora, Quevedo... El esplendor del Siglo de Oro. El desastre del 98 inspiró a Unamuno y Valle, entre otros. ¿Y esta puta crisis qué nos va a inspirar?

En nuestra mente está dejar que los átomos que, caprichosos, conforman nuestros ojos verdes, simplemente envejezcan contemplando impasibles que bien poca cosa es la vida –nacer, oxidarse, morir– o pulirlos con el brillo que otorga el inmenso e intenso milagro de estar vivos. Y de tener la risa y el sol. Y la muerte, claro. Y el dolor y la pena. Y si a veces creo que me estoy volviendo loca es, en parte, porque creo que la línea divisoria entre la pulsión de Eros y Tánatos es en extremo sutil y delicada, por lo que es sencillo traspasarla. Y en el lado de Tánatos la inercia es mayor. Os quiero listos para esta batalla que es la vida; por todo aquello que vuestro corazón ama.




La peli, ya sabéis cuál es. El cuadro es "El entierro de Atala", de Girodet-Trioson (1767-1824). Museo del Louvre.
O lo que es lo mismo, el espíritu humano y su debate entre dos grandes pasiones, Eros, representante del espíritu creador, y Tánatos, que ya sabemos lo que es.

miércoles, 14 de marzo de 2012

Sin amaneceres ni estrellas. Historias rurales para no dormir


“Tengo algo malo, ¿verdad? Dígamelo sin miedo. He vivido lo suficiente como para saber que casi nada me asusta. Tampoco la muerte. Sé que ese sabor metálico que llena mi boca al amanecer, la falta de apetito, los mareos... no van a traerme nada bueno. Me lo noto al andar. Me fatigo. Y no es sólo la edad. Es la vida, que empieza a irse. Pero no se acongoje, hombre. Sé que me tiene cariño y que este momento es más duro para usted que para mí... ¡Pero no se preocupe usté! Dígamelo sin más, como si fuera uno cualquiera. Olvídese de mi nombre y deme los resultados de mis pruebas, y que sea lo que Dios quiera. Es la vida. Y yo tengo que dejarla ir, y viajar con ella, allá, donde me lleve. Mi cuerpo pide reposo.

Esta mañana, mientras me vestía para venir a su consulta, estaba pensando que saldría de aquí con mi certificado de muerte a cuestas, y no me ha importado. Cuando me afeitaba, miraba mi cara en el espejo, ya tan vieja, y pensaba que mi camino está llegando a su final. Lejos de ponerme triste, he pensado que, si supiera escribir como Dios manda, como escriben en los periódicos, o los novelistas, aprovecharía estos últimos días para contar mis memorias. Aunque luego he pensado: ¿y Raimundo, tú qué vas a contar? No he escalado montañas, no he liberado pueblos ni inventado vacunas. No he hecho películas ni he ganado batallas. Mi nombre no se recordará. No perdurará mi huella en el tiempo. Pero contaría que me voy tranquilo porque he amado. La quise tanto que no tengo recuerdos de antes de conocerla. Amé a su vida más que a la mía. Y cuando murió, hace hoy 48 días, supe que se llevaba consigo mi salud, el hálito, la llama. Estoy apagado, muerto por dentro. Para mí no hay amaneceres ni estrellas.

Así que no sufra. Usted es una de esas personas que sentirán mi muerte, como Amalia, la de la farmacia. Y Sátur, el del bar. También Jacinto, Vicente y Alfredo. Ahora tendrán que buscarse a otro para la partida. Mis hijos también. Aunque ya no vengan mucho por el pueblo sé que me quieren. Y también mis nietos. Vendrán todos al entierro. Dígales, por favor, que me voy tranquilo. Y ahora deme ese sobre y deje de mirarme con pena”.

Lo acompañó hasta la salida y lo vio marchar calle abajo con su andar tranquilo y los papeles bajo el brazo. Tenía en sus pasos el orgullo de la tierra y en su pecho el latido de una vida plena que se apagaba. Vio cómo se levantaba levemente la boina para saludar a Amalia, que barría la puerta de la farmacia. Y cómo dirigía sus pasos al bar de Sátur a tomar un chato. Antes de entrar, se giró para despedirse de él con una generosa sonrisa: “Adiós, doctor. Y gracias”. El médico lo despidió agitando su brazo y se sentó en la acera a llorar, no sabía si por la pena de saber que aquel hombre moriría en breve o por la emoción de haber conocido a alguien tan de verdad.

jueves, 8 de marzo de 2012

Decálogo para superar los amores trágicos



Si hace unos meses daba rienda suelta a mi mala uva cargando contra el chonismo invasivo, hoy voy a dedicar este espacio y mi lengua viperina a otros quehaceres más nobles: el desamor y sus tentativas; el despecho y sus tentaciones.

Y así, como el que no quiere la cosa, en esta anodina tarde de jueves de un día en el que la gente se empeña en mentar a la madre, por ser mujer, y a celebrar no sé muy bien qué hostias de las trabajadoras, que no trabajadores (¿se me percibe la ironía contra el grupúsculo empeñado en pervertir la lengua con su falsa progresía y su falta de criterio?, ¿se me nota que apoyo a Ignacio Bosque?), o de las mujeres, o de ambas cosas, que ni lo sé ni me importa, voy a salirme por la tangente, que al parecer es una de las pocas cosas que hago bien, y voy a centrarme en los amores contrariados y sus olvidos. Y sus duelos. Y sus quebrantos.

Puedo ponerme dramática y hablar de la pérdida. Y del luto. Pero, como mi tono habitual –si lo tuviera, juzguen ustedes, escasos pero selectísimos lectores– es de tendencia poética, de palabra sensible que se desliza con suavidad hacia el drama, creo que voy a lanzarme de cabeza a la divertida piscina del sarcasmo y la mala leche.

Decálogo para superar las rupturas que llevan la tragedia escrita en la piel.


1. Cuidado con el alcohol. Reconforta pero engorda y, además de resaca, da bajona. Resiste la tentación de inyectarte media botella de vino blanco mientras asas un pollo, de beberte un chupito mientras centrifuga la lavadora o de "castigar" el café de la mañana con un chispazo de Terry.

2. Aunque sólo el sofá te entienda y reconforte, huye de él como de la peste. No. Sofá no. Pupa. Caca. Las horas de sofá se convierten en cartucheras, piernas sin depilar y pinzas en el pelo. Empiezas por eso y acabas bajando al mercao en chándal.

3. Por tentador que te resulte, no tires sus discos, libros ni regalos. Habrá un día, no tan lejano, en el que querrás escuchar aquella canción, quizá en brazos de tu nuevo amante, y te darás cabezazos contra la pared por haber usado de posavasos el CD que te regaló tal día como hoy hace tantos años.

4. Mensajes, llamadas, whatssapp, emails, facebook, twitter, cumpleaños, Navidad, Reyes, su onomástica... ¡No! Cuando quieras escribir un sms, escríbeselo a tu prima, la del pueblo, que está más gorda que tú y anda de bajona permanente. Seguro que le alegras el día y ella te lo alegra a ti contándote sus miserias, que son, a todas luces, peores que las tuyas.

5. No llames a tus amigas para llorar. Se acabarán cansando y, además de quedarte sin chorvo, te quedarás sin amigas. Y eso sí que es un drama.


6. Despertar sus celos. A ver, si se te ha ocurrido enrollarte delante de él con otro, la única que vas a sufrir vas a ser tú, porque te va a dar mucho asco y con tu actitud y tu actual estado emocional, tan lloroso y depresivo, sólo se te acercarán horripilantes y fofos hombres decadentes o algunos otros de natural chingón que igual les da ocho que 80 con tal de pellizcar turgencias. Quiérete un poco, reina, y si te apetece contacto humano, vete a una concentración contra la reforma laboral. Están a rebosar. O espérate al ERE de tu empresa, seguro que acaba llegando (¿a que puedo llegar a ser muy bruta?).

7. No hables más de lo debido ni cuentes lo que sólo a ti te importa. Además, seguro que a tu hermana o a tu amiga tampoco les importa tanto (ni tan poco) cuánto lo echas de menos. Y a él, ni te cuento.


8. No empieces a lloriquear a la segunda cerveza, mejor pide la tercera y un pincho de tortilla, que si se te suben a la cabeza puedes acabar haciendo tonterías: llamar a deshora, enrollarte con cualquiera para provocar celos o joderles la noche a tus amigas, como bien dije antes. Y paso de repetirme.

9. No finjas alegría si no estás alegre. No finjas tristeza si te apetece descojonarte. No aparentes calma ni guerra ni risa ni llanto. En resumen: no aparentes. No tienes que gustar ni convencer a nadie de nada. No sientas pena porque se te pasa la pena. Silencia tu duelo, déjalo ir, respira hondo, ahoga tu reproche, mira hacia adelante y tómate un tequila. No renuncies a tu filiación ni a tu patria (la patria de un hombre es su infancia), cual Medea locamente enamorada, por nadie.

10. Esperanza es sólo el nombre de tu bisabuela. No esa cosa que alimentas esperando que algún día él vuelva arrepentido y se arroje a tus pies diciendo que no hay otra como tú. Es cierto, no hay otra como tú. Pero tampoco hay otro como él, tan capullo (afortunadamente).

miércoles, 29 de febrero de 2012

Cantos de vida y esperanza


Y le robo el título a Rubén Darío. Y espero que no le importe, porque lo necesitamos.

Lo necesitamos porque hemos olvidado el sabor del pan y de las fresas, el brillo del sol y el olor a lluvia. Y los amaneceres y la risa. Se lo robo, y que don Rubén me perdone, pues de buen grado Darío daría sus versos si de mejorar este mapa colectivo emocional se tratara. Sugiero, por un momento, desactivar las alarmas, apagar los miedos y agarrarnos a la vida. Despertarnos con Tchaikovsky y no con Francino o con Herrera o con Jiménez Losantos.

Y no, no abogo por la ignorancia ni el desconocimiento. Tampoco se trata de "hacerse el loco", se trata de no atraer más nubes que las necesarias para refrescar los campos y que crezcan las flores en la terraza. Alguien dijo que "no podemos controlar las circunstancias, sólo nuestras reacciones", y reivindico la vía del individualismo para mejorar lo colectivo. Ir de lo concreto a la abstracto. De lo particular a lo general. Yo no voy a acabar con la crisis, ni tú, desocupado lector, ni me jefe, ni Rajoy, ni Merkel. Y yo qué sé en manos de quién está. Digo más: ¿y a mí qué coño me importa? Es algo que no está a mi alcance, mis dedos ni siquiera acarician en sueños la posibilidad de mejorar, no digo ya cambiar, el mundo.

Tú y yo sólo podemos medir nuestros miedos y controlarlos y vivir con ellos sabiendo que, si mañana nos despiden, pasado, quizá, estemos en otro sitio, con otra gente, haciendo otra cosa. Y así será. Pues al nacer nos es encomendada la más difícil, y a la par elemental, de las tareas: vivir. Vivir o sobrevivir, con todo lo que tenemos, es decir, nosotros mismos, que es lo único de lo que no podemos ser desposeídos. Todo lo demás es accesorio. ¡Ábrete el pecho y registra! Lo mejor está por llegar y es todo tuyo.

Guardemos la poca fe que nos queda en creer en nosotros mismos. Principios del XVII. El imperio más grande jamás conocido empezaba a resquebrajarse, desangrado y empobrecido. Un viejo soldado manco cumplía pena en una fría prisión castellana acusado de quedarse con los impuestos que había recaudado –por compasión, al haber servido a mayor gloria de su majestad luchando contra el turco infiel, le dieron a don Miguel el puesto de funcionario-recaudador. Bondadoso como dicen que era, se ha escrito que era incapaz de coger el dinero de los campesinos empobrecidos por los excesivos impuestos que se necesitaban para costear los gastos imperiales–. ¿Acaso se pasó Cervantes su cautiverio quejándose amargamente de los hados, el destino, la justicia y el rey? No, no dice eso la historia, ni la literatura, que se postran ante él por haber creado la más rica historia jamás contada, la más rica y compleja novela. La que recoge en sus páginas todas las tradiciones literarias conocidas hasta la fecha y adelanta otras. Una historia capaz de desnudar al hombre de sus miedos y complejos y ponerlo a desfacer entuertos por las desoladas llanuras manchegas. Y con el viento en contra.

No esperemos que venga nadie, ni el padre-Estado, ni el cambio de Gobierno, ni los mismísimos hijos de San Luis a sacarnos de ésta ni de otras. Y sin recurrir a Cervantes, esta vez me quedo en mi barrio y cito a otro sabio, no de la literatura, pero sí de la vida, Rosendo Mercado: "No hay sitio que controles mejor que lo que abarcan tus brazos". Hasta ahí llegamos. Y no es poco.

Es más fácil rendirse que seguir en la batalla, entregarse al desaliento, dejarse llevar por las inercias de un mundo desolado y sin perspectivas de futuro. No hay nada más sencillo que dejarse arrastrar por la masa. Pero quién coño quiere ser masa. ¿Acaso lo fue don Quijote?

Os sugiero reiniciar el sistema, el nuestro. Que al otro no alcanzamos. Levantarnos cada día pensando que éste será mejor. Echar a patadas de nuestra vida a los gafes y cenizos, taciturnos, victimistas y mártires.

Hecho esto, lo que tenga que ser será. Pero podremos por ello. Nuestra meta: vivir sin miedo, que es el mayor enemigo de la libertad. Y ésta, nuestro don más preciado. Y si no, recordad a don Quijote: "La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida, y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres". Parte 2. Capítulo 58.

P.D.: Nuestro cautiverio ahora se llama crisis, ¿lo aprovecharemos, como don Miguel, para crear Quijotes?
Y vuelvo a citar al hidalgo: "El que hoy cae, puede levantarse mañana". Parte 2. Capítulo 65.
No lo olvidéis.

miércoles, 22 de febrero de 2012

La canción de Robert y Francesca


Cada amanecer era una puerta abierta al recuerdo del que sólo se alejaba a través del trabajo. Desde que él se marchó, los besos sabían a rutina. Y la comida, al pan nuestro de cada día. La vida en aquella alejada y, en otros días, soñada granja de Iowa se convirtió en un suceder de pasos cansados, de soleados atardeceres, de sonidos, zumbidos, silencios y música. Noches y mañanas. Inspirar y expirar. Sístole y diástole. Sin más emoción ni trémula caricia. Primavera, verano, otoño, invierno. Un año, y otro, y un lustro y una década. Y la vejez y la muerte. Y en la mirada, el único brillo de los días que tuvieron juntos. Sus palabras como dagas: "No quiero necesitarte porque no puedo tenerte".

¿Por qué extraño capricho del destino aquel fotógrafo había ido a parar a su remota cotidianidad de madre entregada y esposa fiel? ¿Por qué las flores, y el té y las cervezas y los puentes y un vestido nuevo? ¿Por qué la vida, una vez que parece encauzada y concluida –aunque le queden mil años– se empeña en desviarse hacia caminos imposibles? Francesca no tenía respuesta, sólo una pregunta: ¿Y por qué no? Y una pena: si aquel día volviera a suceder, con la tormenta y el semáforo, y la camioneta y la duda... se habría bajado del coche y habría corrido hacia él.

A Robert se le fue apagando la vida cada vez que soñaba su nombre, con la cruz que ella le regaló abrazada a su pecho. A ella, le fue consumiendo la muerte en cada pequeña cosa, en cada sonrisa, en cada palabra, en cada tristeza. Se desvaneció en su dolor, pesado y gris, como una lágrima, como la lluvia, como aquel día. El último.

En las cálidas noches de verano, cuando las luciérnagas sobrevuelan los puentes que un día se tendieron a sus pies y ella temió cruzar, el eco de su amor resuena emocionado en un susurro que arrastra el aire. Una radio suspira un jazz, tristón, sensual y emocionado. Y en la barra de madera de un bar lejano, en cualquier rincón del mundo, alguien que conoce su historia, alza su vaso y brinda por ellos, por Robert y Francesca, por "las noches antiguas y la música lejana".



P.D.: Película mental que acabo de montarme partiendo de la extraordinaria película real de Clint Eastwood "Los puentes de Madison", que él protagoniza junto a Meryl Streep. Uno de mis grandes títulos, de mis pilares y mis referentes. No puedo evitar pensar qué se le pasaría a la pobre Francesca por la cabeza cuando decidió no irse con Robert. Cosas que pasan. Grandes amores que, aunque no concluyen, hacen del mundo algo mejor, puesto que en el éter palpitan. Estoy convencida.

miércoles, 8 de febrero de 2012

La triste mano del adiós

"Sólo las palabras me ayudan, me guían y consuelan. Éstas, tan sencillas, tan sinceras, ocupan a veces el espacio en el que no estás, el hueco que dejas. El vacío que no pueblas. Otras, más vanas, matan el rato y se dispersan, solitarias. Son éstas, las palabras vanas, las que mueren en el mismo instante de nacer, pues carecen de sentido y de hondura. Están un instante, y se van y no perduran, como las personas cuyo rostro y nombre olvidamos y que ahora, desde que tú te has ido, de vez en cuando pueblan mis noches. Esas palabras salen de mí, a veces, como dagas envenenadas, pero no son sino disparos frustrados, fruto de la presión y la incertidumbre, de la rabia que me produjo tu adiós y el dolor que me causa tu olvido. Nunca he deseado que lleguen a alcanzarte, pero me cuesta medirlas como me costaba no mirarte cada amanecer. Hay otras palabras que asesinan soledades, alimentan compañías. Palabras que desean consumir relojes"...

Juan dio una calada a su cigarrillo y apuró su copa mientras releía lo que acababa de escribir. Lo odiaba. Se odiaba. Arrugó el folio con rabia y lo dejó caer al suelo. Desde que ella se fue no había sido capaz de redactar una línea en condiciones, y el director del periódico le había dado un ultimátum: o enviaba su colaboración o prescindirían de su columna de los domingos.

El frustrado escritor, abandonado por el amor y las musas, se sirvió otra copa y se sentó frente a la ventana desde donde la vio marchar aquella fría madrugada para no volver jamás. Triste, recordó aquella imagen con precisión: el insolente reloj del vecino acababa de anunciar las tres. Ella se despidió con un beso mientras abotonaba su abrigo. Escuchó el ruido de sus tacones bajando los dos pisos, un portazo. Y corrió a la ventana para verla marchar. Bajo la farola, y protegida por el cuello de su abrigo, encendió un pitillo y anduvo por la solitaria calle firme y acompasada, con una sensualidad que hería. Al humo de su cigarrillo se unió una lluvia ligera. Como siempre, al girar la esquina, ella volvía la cabeza y le decía adiós. Él le correspondía tras el cristal. Su delicada mano, con el cigarro entre los dedos, fue lo último que vio de ella. Entonces no sabía que ya no habría más noches. Que Ana lo estaba abandonando para no volver jamás, clavando en su retina un blanco puñal con forma de caricia, de forzada sonrisa, de acostumbrada y huidiza despedida.

Él nunca la perdonó. Enjugó sus lágrimas y bebió un último trago. Bajó la persiana con la intención de olvidar aquella imagen y se sentó a escribir. Abandonado, tecleó con rabia y dolor. El título de su columna aquel domingo fue "La triste mano del adiós". Jamás había recibido tantas felicitaciones, jamás los lectores le habían mandado tantos mails celebrando su columna. Nunca había recibido tantas flores, tantos bombones, tantas palabras regaladas, tantas palmadas en la espalda.

Aquel triste domingo por la mañana, mientras tomaba su taza de café, Ana leyó aquellas desgarradoras palabras y rompió a llorar. Su marido pensó que sus injustificadas lágrimas se debían a algún trastorno hormonal, la besó con ternura y se metió a la cama: la guardia en el hospital lo había dejado agotado.

martes, 7 de febrero de 2012

Infinito y servidor de nadie




La última vez que se me rompió el corazón (y si digo la última es porque no habrá más veces), cogí sus trozos, les eché sal y limón y me los bebí en un tequila. Después, me puse un disco de Bunbury y entendí que sólo las grandes historias llenan los pentagramas y las novelas, las películas y las poesías.

Me importa poco –digo más, me hace venirme arriba– que se diga que Bunbury sobreactúa, se adorna, se gusta, se excede, se entrega a la extravagancia. Me da igual (y a él, ni te cuento: "servidor de nadie"). Me dan igual las críticas, que serán buenas o malas dependiendo de las filias y las fobias de cada cual. No me importa que digan que está "aRaphaelado" unos; que desfina otros. Lo que realmente me importa de Bunbury –más allá de las canciones cantineras, de sus horribles trajes, de sus poses– es aquello de lo que los críticos no hablan: mi Enrique hace música para el dolor del alma.

Desamor, venganza, olvido y muerte. Éstos son algunos de los lugares comunes que vertebran su obra. Todo ello macerado con tequila y rabia: "Soportarte es mi lema para ver tu final". Canciones para derramar las lágrimas más amargas en un último trago y seguir el camino: "Nómada del corazón, vendí flores sin aroma". Letras a corazón abierto, sin medias tintas: "En mundos venideros, nos echaremos de menos o envejeceremos a la vez". Palabras que envenenan el recuerdo: "Me calaste hondo, y ahora me dueles. Si todo lo que nace perece del mismo modo"... Y la muerte. La muerte en el sentido más medieval. La muerte como aquello que todo lo puede, que todo lo iguala. "Piensa que en el fondo de la fosa llevaremos la misma vestidura". La desesperación, recurrir a Dios: "El porqué de tus silencios, qué quieres ocultar. El porqué de tanto tiempo sin hablar. Dios te libre de inventar, de mentir o de callar"...

Y un deseo último, tan humano, tan cruel: "Y engáñame un poco al menos, di que me quieres aún más, que durante todo este tiempo lo has pasado fatal, que ninguno de esos idiotas te supieron hacer reír... y que el único que te importa es este pobre infeliz". Dios, qué tema éste, Infinito. Tan de taberna. Tan sufrido. Tan amargo. Tan hermoso.


Y con él os dejo, aunque podría estar horas. El domingo tuve la suerte de verlo actuar, de contemplarlo, de celebrarlo. Y es para no perdérselo. Aquí, en este vídeo, canta con Shuarma, de Elefantes, un grupo ya desaparecido que molaba mil. Otro día os hablo de ellos. Por hoy, basta con Bunbury, con "Infinito" y el minialtar casero que le hicimos el día del concierto, donde, además de él, lo que más me gustó fue disfrutarlo en familia. Eso sí, echando muchísimo de menos a mi sobrino de quince, Alfonso, el mayor "bunburista" del mundo, que no pudo venir por ser menor de edad y darse el concierto en un sitio cerrado. Cosas de las leyes. Habrá más.

Por cierto, en este vídeo beben mezcal. En esta versión, de la misma canción, tequila.


lunes, 30 de enero de 2012

Algo sobre Serlan


"En cada ser humano hay un lado oscuro. Todos queremos ser Obi Wan Kenobi y en gran medida lo somos, pero también hay un Darth Vader dentro de nosotros. No se trata de que tengamos que elegir entre una cosa u otra porque estamos hablando de dialéctica, del bien y del mal, que coexisten en nuestro interior. Podemos huir pero no escondernos. Seguid mi consejo, enfrentaos a la oscuridad, cara a cara, y hacendadla. Como dice nuestro amigo Nietzsche, ser un ser humano ya es bastante complicado, así que dadle un buen abrazo a la oscuridad del alma y gritad el eterno sí". Chris Stevens.

Ayer, después de terminar "Antigua Vamurta", me vino a la cabeza esta cita de Chris Stevens. Y es que, independientemente de los valores literarios del libro, amén de la imaginación del autor y la estructura, impecable (bien dispuesta, cada cosa en su sitio; cada cosa en su lugar: cada hilo vertebrado en una línea de capítulos alternos), quizá lo que más destaco en él es la construcción del héroe (que lo es, en su imperfección), Serlan de Enroc.

De hombre poderoso a fugitivo vencido y desterrado -(creo haber visto, quizá me equivoco, en ese capítulo un guiño al Cid)-; de gran señor a aventurero –cazador (pescador) de animales casi mitológicos–. De las causas nobles a las tabernas. De protector a protegido (no quiero ni acordarme de su capitulito con la mujer de los dientes afilados en la isla). Y de valiente, incluso temerario, a hombre atenazado por el miedo (tema que se manifiesta en las últimas líneas del libro). Y, por fin, desde el miedo... renace el gran capitán. Y ahí nos quedamos, para mayor ansiedad de mi mente. Y no soy más explícita contando para no joder a quienes no lo hayan leído. Ah, y algo sobresaliente: la relación entre Serlan y un murriano –su natural enemigo, es algo así como el prejuicio inicial que un merengue tiene hacia un culé y viceversa ;)– que evoluciona desde el recelo a la admiración y/o la amistad una vez que caen las máscaras y se descubren los corazones, con sus más y sus menos.

Y por qué Serlan me llevó a la cita que pongo arriba.
Pues porque mi mente trabaja –por decir algo– así.
Y porque Serlan es perfecto en su dualidad. Es decir, está tan bien construido como personaje que presenta las aristas que ofrece cualquier ser humano, los más y los menos, las dudas y los aciertos, la valentía y el temor. Porque no siempre somos luminosos ni debemos serlo. Porque si siempre parecemos perfectos estamos ocultando algo. Porque no me creo que haya gente que no se enfade, que no patalee o que nunca se deje poseer por la ira. Porque todos alguna vez caemos –sólo los verdaderos héroes se levantan de nuevo–. Porque el modelo bueno/malo sólo tiene validez en los culebrones y en las pelis españolas malas. Ah, y en los amores baratos, donde uno se ciega por la idealización y no se enamora de verdad. Para amar, hay que querer por igual las virtudes y los defectos. Lo demás es falacia.

Y porque de falsedad está el mundo lleno, y buscamos autenticidad. Me encantó hallarla en Serlan.
Enhorabuena a su autor, Igor Kutuzov. Y, como consecuencia, a los que podemos compartir esta lectura.



La foto es lo primero que sale al buscar en Google Imágenes Serlan Vamurta. Creo que es del propio blog de Igor Kutuzov. Si estoy robando, por dios, que alguien me avise antes de que el FBI venga a por mí.