El blog de Luisa Tomás

El blog de Luisa Tomás

martes, 29 de marzo de 2011

De los amores platónicos


"La última vez que vi a Miguel Desvern o Deverne fue también la última que lo vio su mujer, Luisa, lo cual no dejó de ser extraño y quizá injusto, ya que ella era eso, su mujer, y yo era en cambio una desconocida y jamás había cruzado con él una palabra. Ni siquiera sabía su nombre, lo supe sólo cuando ya era tarde, cuando apareció su foto en el periódico, apuñalado y medio descamisado y a punto de convertirse en un muerto..."

No, no es mío. Ojalá. Es el principio de la nueva novela de Javier Marías, "Los enamoramientos", que se publica el día 6. Y ya tengo un motivo más para seguir viviendo. Sí, esto es exagerado, o no tanto. La vida se compone de pequeñas cosas que se van sumando y que al final conforman el motivo por el que respiramos y salimos de la cama cada mañana: viaje en familia este fin de semana a los sitios de la infancia, a los tiempos que se fueron, para mal y para bien, a los amigos a los que no vemos, a paisajes humanos que guardan dolor, a las sonrisas soleadas de aquellas gentes campesinas, tan gratas, tan generosas; un café a media tarde de un martes tonto; una palmera de chocolate después de natación; la banda sonora de True Blood; llenar mi terraza de flores; estrenar un vestido. Y él, y su libro.

Hace años que Javier Marías se convirtió en mi escritor favorito, al menos de los vivos, por encima de tótems como Vargas Llosa y García Márquez. Y ya lo digo sin ningún pudor, liberada como estoy de lo políticamente correcto y de frases como "reconocerás que tal escribe mejor o que cual juega mejor al fútbol". Pues mire usted, caballerete, la que esto firma reconoce lo que le da la gana que para eso le dotó dios, natura, cultura o costumbre del libre albedrío y una lengua un poco larga que saco a paseo en el blog, en el trabajo y en la barra del bar, viendo el fútbol o en una cena rodeada de psicoanalistas argentinos mostrándome el camino.

Que por qué me gusta tanto Javier Marías. Si lo supiera o pudiera explicarlo, no sería una pasión, pero podré dar algunas razones. Porque escribe mejor que nadie sobre el pensamiento. La mente de los personajes queda perfectamente en evidencia, con sus contradicciones y sus caos, con sus dudas e inseguridades. Porque sus personajes son próximos, urbanos, y sienten y piensan por las calles de Madrid con gabardinas y sombreros, en las tardes de lluvia. Porque lejos de no pasar nada, en sus novelas pasa todo: el amor, el duelo, la pena, la muerte. En resumen, la vida. Pero filtrada y expuesta desde el pensamiento de los personajes. Porque no busca exotismo ni sordidez. Porque es cinematográfico y dibuja escenas con precisión, como recién sacadas de una película de cine negro. Por todo eso y mucho más, mi nombre por aquí es uno que se repite en muchas de sus novelas: Luisa. Y he dado un salto de alegría al ver que ese nombre, el mío elegido, que no impuesto, aparece en la primera línea de "Los enamoramientos" (el apellido de por aquí se lo debo a otro de los héroes vivos, de nombre de pila José).

Y revelado ahora a mis pocos pero selectísimos lectores el secreto de mi nombre (cómo reflexiona Marías sobre los nombres y los rostros, lo que decimos y callamos), revelaré también que estoy deseando ir a la firma de libros para que vuelva a escribirme esas cosas tan bonitas que me escribe. Y también que, además de ser un magnífico escritor, es un inmenso madridista –imposible olvidar aquello de "los madridistas, por definición, somos unos incomprendidos" o el fabuloso artículo "Caído del cielo", dedicado al gol de Zidane en la Novena–...

Que por qué calzo esto ahora. Fácil: recapitulemos. Unas líneas más arriba decía aquello de que "la vida se compone de pequeñas cosas que se van sumando...". Pues sumo: primavera, las estrellas, madridismo, mi terraza y ¡Mourinho! Sí, vale, y los sueños, sueños son, pero dejé a mi psicoanalista y a alguien tendré que contárselo. ¡Dios santo qué alegría más grande! Claro, ahora, pícaros, os preguntaréis que qué hacíamos Mou y yo en mi terraza una noche estrellada, rodeados de flores y tomando una copa de vino... Pues qué vamos a hacer: ¡Hablar de madridismo!

No, es broma, para hablar de madridismo ya está Javier Marías. Mou es un hombre de acción y, tras el delirio onírico y el puto despertador, me he dado cuenta de que me tiene loca. ¡Este portugués, qué atractivo es!

miércoles, 23 de marzo de 2011

Cuento de Rodrigo y Jimena


Quiso Dios, que todo lo puede, que un amanecer dorado los caminos de Rodrigo y Jimena se cruzaran, o más bien se abrazaran y enrevesaran, como el lazo de una muchacha o la soga de un ahorcado.

Jimena no era una dama al uso: no bordaba por las tardes, no conocía los bailes de moda en la corte, no tocaba el arpa y no gustaba de recepciones ni de las constreñidas fiestas de palacio. A mayor disgusto de su recto padre, una mañana le confesó que no volvería a reunirse con otras mujeres de la nobleza en casa de la condesa viuda de González, también que no quería un ajuar sino un caballo y que antes destruiría el Beato de Liébana que volver a cenar con el duque de Hernán.

El dulce viento del alba arrastraba un murmullo de pinos y luna llena, el susurro del arroyo, el silencio roto de la noche. Y a lo lejos, la premura de un caballo. El ladrido de los perros la arrancaron con violencia de los brazos de Morfeo a la vez que la puerta del castillo crujía abriendo paso a la bestia y su jinete.

Curiosa, y cubierta tan sólo por un fino camisón de algodón, Jimena irrumpió de golpe en el ventanal de su cuarto. Y entonces lo vio. Las primeras luces acariciaban con mimo su tenue perfil, como esculpiéndolo. Libre del yelmo, recolocaba sus cabellos escurriéndolos entre sus dedos. Jimena sonrió: aquel peinado era antiguo incluso para la época. Pero él era tan guapo, tan fuerte... En ese momento, y aun poniendo en peligro su honra y la reputación de su apellido, le habría tirado las trenzas, de haberlas tenido, claro, pero se las cortó en la última luna llena: arrebato hormonal (y eso que esta palabra, entonces, ni existía).

Lo miró descabalgar con destreza. Recomponerse. No había visto jamás varón con más porte ni más gallardo: lo supo capaz de surcar mares, vencer batallas y no rendirse jamás... "Salvo a la blancura de tus pies", le confesaría él tiempo después antes de esconderse tras un tapiz por miedo a ser descubierto y su amor, entonces, destruido.

Pero no vayamos al futuro. Regresemos al amanecer en el que se encontraron: ...y no rendirse jamás... aunque no hallara su cuerpo tregua ni su alma descanso, pues palpitaba en su cálido pecho una sangre ardiente, vigorosa, que respondía al honor de su linaje, curtido y defendido en mil batallas, victorioso o vencido, mas nunca entregado, rendido o humillado.

Contra toda norma, regla y/o convención -escrita, cantada o tatuada a fuego-, Jimena y Rodrigo, que así se llamaba el muchacho, como bien habrá averiguado el desocupado lector por el título del post, empezaron a amarse a escondidas, a besarse a deshora, a perder la razón y a arriesgar su buen nombre.

Rodrigo, aguerrido guerrero, buscaba el refugio de la noche, tras el fragor de la batalla, para soltar su pluma -aclaración que viene a(l) cuento: hablamos de pluma como herramienta para escribir, por entonces no tenía más acepción que ésta y la que se refiere a las piezas que cubren el cuerpo de las aves-:
"Vuestro padre no lo dice, no;
mas me mira mal...
¿Quién es el hidalgo
tan raro que os hace temblar?
Y cualquier alba, los perros
del castillo de vos"...
¡Aj! Rodrigo despesperaba, tachaba, arrugaba y jamás enviaba sus escritos a Jimena. Desconocía entonces que, siglos después, estos manuscritos, encontrados en la biblioteca de un monasterio, inspirarían a un trovador de esos que, andando el tiempo, vinieron a llamarse rockeros.

Mientras, Jimena, mujer poco dada a los desmayos, alimentaba su fortaleza con el recuerdo de su piel. No lloraba. No se lamentaba. En ocasiones se preguntaba si él no preferiría otro tipo de dama, una de las muchas que lo pretendían, alguien como la joven hija del Alvar Gómez (Jimena la había sorprendido más de una vez mirándolo de forma pecaminosa), que contaba, entre otras virtudes, con la de saber escabechar perdices, hilar y preparar las fiestas más abundantes y con los invitados más selectos de la comarca.

Jimena no poseía ninguno de esos dones, pero se habría enfrentado a una legión por verlo sonreír. Una tarde de primavera, que se empeñaba en parecer otoño, supo que nada le alegraba más que su alegría; nada le dolía más que su dolor. También supo que habría cambiado todo el ámbar del orbe conocido por su dicha. La seda por su candor. Y supo que tendría fuerza y valor para soportarlo todo. Todo menos verlo sufrir, reconocer en sus ojos la pena y el llanto callado. Y que haría todo lo que estuviera en sus manos y su imaginación para despertar en su latido la alegría.

Empezó por garabatear una nota que tituló "Cuento de Rodrigo y Jimena" y que ordenó llevar a galope a su querido Rodrigo. No esperaba respuesta. Tampoco la halló. Pero tenía una certeza: aquella epístola con forma de cuento, un tanto absurdo, un tanto infantil, le había hecho reír. Y durmió tranquila, reconfortada, abrazada a su ausencia.

Colorín, colorado, este cuento se ha acabado, sin dragones ni princesas ni castillos encantados.

P. D. 1: ¿Continuará? Quién sabe. Hay quien afirma que las mejores historias no tienen ni principio ni final. En cuanto al batiburrillo verbal y temporal, no hay más explicación que aquella que define a la intención y el deseo de hacer de nuestra capa un sayo, o lo que es lo mismo, lo que nos dé la gana, que es lo que acabo de hacer yo, despropósitos aparte.

P.D.2. Sé que no es el descojone padre, pero espero haber provocado alguna sonrisa, sobre todo "al Rodrigo" al que va dedicado este post. De no ser así, amenazo con contar chistes. Y tengo menos gracia que la duquesa de Alba bailando la lambada (por decir algo, no sé, que igual la baila de puta madre y tengo que comerme mis palabras, como tantas veces).

P.D.3. Ahora sí: Fin.


lunes, 21 de marzo de 2011

Series, cine y batiburrillo primaveral


Cierto es que no me hace falta la primavera para sufrir todo tipo de alteraciones, que las tengo, de sobra y todos los días, incluso los lunes. Va con mi carácter. Y no, esto no significa una vida al límite, ni mucho menos. Visto desde fuera, mi día a día resulta de lo más convencional, pero son las pequeñas primaveras diarias las que lo hacen diferente. La última de ellas tiene formato de serie, una temporada, siete capítulos, una joya, un nombre: Downton Abbey. La conocí, vi el primer capítulo y no lo dejé hasta que mi módem a punto estuvo de echar humo cual barbacoa primaveral con amigos y cerveza fresquita (ay, qué rica).

Creo que la serie la está emitiendo ahora Antena 3, pero os recomiendo que la veáis en versión original con subtítulos, la voz del mayordomo es todo un poema y dudo que en el doblaje se alcance ese nivelón. La historia comienza el día que se hunde el Titanic y acaba el día en que Inglaterra entra en la I Guerra Mundial. Con ese trasfondo, se pone de frente a una adineradísima familia, con sus pequeños grandes problemas: herencias, hijas casaderas... Y en paralelo, la otra familia: la de los sirvientes, con sus envidias, sus rivalidades y sus afanes de medro, algo que se da también, sin duda, entre duques y elevados señores de la alta sociedad inglesa. Convenciones, bajos instintos y criadas que son las más señoras. Un pequeño gran culebrón (si Aristóteles levantara la cabeza brindaría por lo bien que se aplica a veces su poética) que recuerda a las grandes historias de Jane Austen o Wilkie Collins.

En cuanto a emociones negativas, os traigo dos películas, mis dos últimos desaciertos: "En el centro de la tormenta" y "Los chicos están bien". De la primera se salva la excelente banda sonora (Nueva Orleáns) y Tommy Lee Jones. Y también el planteamiento: asesinatos de hoy mezclados con los crímenes racistas de ayer, pero enseguida la línea principal se diluye hasta perderse. Y llega un momento en el que nada importa: sólo que se escuche una nueva canción. De la segunda, salvo a Annete Bening y nada más. Es una historia demasiado snob sobre los nuevos modelos de familia. Tan guay, chachi y modernita, que no pasa de ser convencional.

Por lo demás, ya se sabe: sale el sol, la casa se llena de flores, tengo trabajo extra de jardinera torpe, la difícil tarea de alentar a los rosales, tengo que empezar a preparar una lista de frases incómodas para echar a la gente de la terraza, sobre todo una vez finalizada la cerveza, el vermú y hasta el agua de riego, llega el Madrid-Barça, la final de Copa, las semis (si pasamos), las torrijas (literales y figuradas)... Cosas que se repiten y cosas que nunca cambian, como la alegría de verte –lea aquí cada cual lo que quiera, lo pongo porque me viene bien. Y hago esta aclaración porque, aunque me leen más desconocidos que conocidos, hay quien se empeña en ver en todo lo que escribo autobiografía, y no, ¿entendido, Javier?–.

Retomo: "Cosas que se repiten y cosas que nunca cambian, como la alegría de verte y las alergias. ¿O acaso pensabas, honey, que volvería a ponerme cursi?". Esta vez no. Esta vez sólo series, un poco de cine y un recuerdo: la serie de siempre, la que nunca cambia pero no se repite, ya que siempre vuelve, al menos a mi mente, renovada y cargada de significado y vida, de primavera.

Sí, muy bien. "Doctor en Alaska", la serie que supuso el principio de mi eterno idilio con las series de calidad, el lugar al que siempre vuelvo. Cicely me dio las raíces, Los Soprano me dieron las alas. Por eso hoy, que llega la primavera, vuelvo a la tierra. A Cicely y sus magníficos personajes, con la certeza absoluta de que la vida deja de renovarse el día en que dejamos de soñar.

jueves, 10 de marzo de 2011

Derbi de padre y muy señor mío


Ni tengo una bola de cristal para saber lo que va a pasar mañana en el derbi ni me voy a poner más chulita que ninguna diciendo que será mi equipo, y no el rival, el que se alce con la victoria en el estadio del Manzanares, tan próximo, por tantas cosas. Pero, atléticos de mis entretelas, lo vuestro no es actitud: "Me conformo con un 0-3", decía hace un par de noches una atlética convencida. "No hombre no, con esa psicología, igual es un 1-5"... "Zorra", me soltó (no se lo tomé en serio).

No tengo una bola de cristal pero sí sé que mañana, gane quien gane, no lo celebraré donde siempre con los de siempre, porque estaré con mi señor padre, madridista de pro, amén del mejor padre del mundo, celebrando que es su día. Y lo será –y celebraremos pase lo que pase en el Calderón–, porque lo de mi padre en la vida es mucho más que una remontada: es épica.

Mañana, además de derbi, hay luna llena: auguro aullidos en el Paseo de los Melancólicos y alguna que otra transformación de hombre a lobo (por el mosqueo, digo, no por la fiereza).

También una gran noche de fiesta en mi ciudad, pero, por esta vez, yo no participaré de ella: la cambio por paseo acompasado entre el rumor de los pinos. Nada de ruido en las calles.

Así que, dadas las circunstancias y el deseo de estar este fin de semana con los míos, mi victoria está asegurada. Y ahora, a media hora de empezar el fin de semana, la alegría que patea mi estómago es síntoma claro de que ya la estoy celebrando.

A los papás, felicidades. A los madridistas, esto está hecho. A los atléticos, ¡arriba ese ánimo, otra vez será!
Y a todos, feliz y primaveral fin de semana.

P.D.: La foto corresponde al sitio donde voy a estar en sólo unas horas. Ah, y los cervatillos que hay por ahí no son mi familia. Aclarado esto, ¡qué ganas de campo!



miércoles, 9 de marzo de 2011

Sin terapias ni equilibrios

La culpa no es mía, es de la crisis. Cuando todo esto empezó, yo era una persona más equilibrada. Pero no os confiéis, había truco: cada martes visitaba a mi psicoanalista. Él controló mi histeria, diagnosticó mi neurosis, remedió mis tristezas, eliminó mis fobias, moderó mis filias, bajó mis altos y alzó mis bajos (con perdón). Mi vida, hace no tanto, era una línea recta: opté por los tonos salmón –si acaso algún beis–, una melenita sencilla, el maquillaje pastel y los hombres moderados. Moderados en todo, a mayor desdicha de mi ya por sí discreta expresión sexual. "Libérate de las emociones, hija, sólo así alcanzarás equilibrio y bienestar", decía el bueno de mi terapeuta desde su poltrona. Y yo asentía y giraba levemente la cabeza en el diván, intentando alcanzar con mi mirada su aprobación.

Cada martes, salía de la consulta complacida. Compraba un helado en el Palazzo de la esquina y cruzaba el parque de El Retiro. Los niños me hacían sonreír. Los ancianos me inspiraban ternura. El alegre trino de los pájaros me reconciliaba con la creación. El césped, las flores, el estanque... ¡Ay, gracias a la vida, que me ha dado tanto...!

Pero la crisis llegó a mis bolsillos. Y con ella, los recortes: adiós al yoga, al teatro con Luis –mi dentista, tan aburrido como un empaste de porcelana–, a la música clásica con Jaime –tan pesado como dos horas de música barroca–. Y adiós a mi psicoanalista. Ciao, equilibrio.

En mi primer fin de semana de frustración, me bebí todo lo que quedaba en casa salvo el quitaesmaltes; bajé todo mi armario al contenedor de Cáritas y llamé a Juan –un compañero con el que de vez en cuando me acostaba– a las tres de la mañana para decirle que era un verdadero cabrón. Vale, bien, estaba borracha cuando lo hice, pero no me arrepiento. Es un cabrón. Y ya era hora de que su mujer lo supiera.

Ahora vuelvo a vestir de negro, llevo escotes de pico y altos tacones de charol que me joden la espalda pero me da igual: me estoy tirando a mi masajista, un tipo tatuado que tiene un grupo de rock. Si el bueno de Freud levantara la cabeza... Tanto dinero invertido en terapia cuando en realidad quería gastármelo en bourbon.

Mis compañeros dicen que no me reconocen y mis amigos, incluidos Luis y Jaime, mis fans históricos más incondicionales, ya no me llaman. La gente dice que he cambiado y en el trabajo hay quien me hace el vacío. Pero en realidad no he cambiado. Es que, por primera vez desde los quince, vuelvo a ser yo.

La única a la que no he sorprendido es a mi madre, que me conoce desde que me parió y sabe muy bien qué soy y qué quiero: básicamente, divertirme.

P.D.: Esto es un relato de ficción. Cualquier parecido con mi realidad –todo el mundo sabe que no soy de bourbon sino de tequila– es pura coincidencia. ¿O no? Mujer bipolar vale por dos.

miércoles, 2 de marzo de 2011

Del amor y otras tristezas


Lo único bueno que tiene la tristeza es que no es eterna. No permanece ni dura siempre, como la juventud, como el verano. Pero cuando uno está triste no ve el fin ni la luz ni el día. Todo es gris, o más bien luto.

Lo único malo que tiene el amor es que no es eterno. No permanece ni dura siempre, como la tristeza, como el invierno. Pero cuando uno está enamorado no ve el fin ni la oscura noche. Todo es luz, casi brillo.

Así las cosas, parece imposible estar enamorado y triste a la vez. Pero nada es lo que parece, y lo que parecía imposible se convierte en más que probable. Y a uno le dan ganas de descolgar el teléfono y decir: "Olvídate de todo y vamos a ponernos tontos. Tontos como este invierno que no acaba de irse, como una tarde de tormenta que oscurece agosto. Vamos a ponernos tontos y a quitarnos la camiseta (¿quién dijo que lo de la liberación era una falacia?)".

Pero la tristeza no le deja. Y el amor, que va de la mano del orgullo, no se lo pide.
Así las cosas, parece imposible estar enamorado y triste a la vez y hacer algo para remediarlo. Pero nada es lo que parece, y lo que parecía imposible empieza a tornarse probable. Y es que la vida te enseña que nada permanece, ni siquiera la tristeza, y tampoco el amor. Y un día amanece y vuelve a ser primavera.

Pero cuando uno está triste y enamorado, no quiere que se le pase la tristeza, por si es parte del amor. No sea que al final, el amor también se acabe yendo.

Así las cosas, voy a acabar esta tontería que he escrito que no tiene ni principio ni nudo ni desenlace, ni mucho menos final. Si esto fuera un cuento, vestiría a la protagonista de pastel de cinco pisos y la llevaría al altar con el pavo al que le pidió que se quitara la camiseta, por el que se enamoró y se puso triste. Pero no es un cuento, es un post, y la protagonista, como mucho, se vestiría de merengue (para guiñarle un ojo a Mou y no irse a dormir hasta haberse bebido, al menos, la décima). Si esto fuera una reflexión, ahondaría más en la tristeza, en el amor, o en el hecho mismo de escribir. Si esto fuera un relato corto, lo habría terminado, o empezado (ninguna de las dos cosas hice) o perfilado a sus protagonistas.

Si esto no fuera una tontería, os pediría que le hicierais caso: nada permanece -ni el amor, ni la tristeza-. Pero como lo es, lo único que os pido es que, cuando estéis tristes y enamorados, tengáis valor de decir: "Vamos a ponernos tontos y a quitarnos las camisetas".
Y mañana será otro día.